22 abr 2011

Acerca de los Irrelevantes Hechos que Ocurrieron al Final de una Noche Chapinerina

En el preciso instante en que abruptamente se interrumpe la emisión del vídeo de “House of Pain” de Faster Pussycat, y se encienden las brillantes luces en todo el recinto, los pocos individuos que aún quedan en el bar toman conciencia de que han pasado dos horas y veinticuatro minutos desde que empezó el día. Acto seguido, tan seguidamente como el alcohol en la sangre les permite deducir, entienden el tajante e irreprimible mensaje que quienes llevan las riendas del recinto quieren comunicar obviando el uso de palabras habladas.

Algunos cuantos, obedientemente, se acercan a la barra y solicitan el uso del teléfono para llamar a una empresa de taxis; otros cuantos evacuan, caminando lentamente por la puerta principal, pero un individuo, sólo uno de los aproximadamente quince que se encontraban en el bar en el momento del cierre, decide omitir el mensaje tácito y mantenerse inmóvil en su sitio, inclinado sobre la mesa, mientras contempla la estática pantalla azul en la que se proyectaron decenas de videos hasta hace unos minutos.

A pesar de haber bebido dos jarras de cerveza, acompañadas por uno o dos puñados de maní picante, Raúl aún mantiene su lucidez, pero desea que por una vez en la vida los encargados de cerrar el recinto al público se le acerquen y le informen expresamente sobre la situación, y además le ofrezcan disculpas. ¿Por qué tienen que cortar las canciones y prender las luces tan groseramente? ¿Por qué interrumpieron la canción si aún no eran las dos y media? Y aun cuando fueran las dos y media, ¿qué les cuesta dejarla hasta al final? ¿Será que creen que por estar algo borracho perdí mi visión de lo real y no merezco respeto? ¿Es que acaso mi dinero no vale?

Pasados unos cuántos minutos, el único consumidor presente es Raúl, un flaco de un metro ochenta, lentes para la corrección de una leve miopía, de pelo negro a ras del cráneo, vestido con ropa que bien podría ser tanto setentera como noventera, quien observa cómo los cuatro meseros, antes que acercársele a ofrecerle las tan anheladas disculpas, empiezan a subir las sillas sobre las mesas. Es sencillamente otro mensaje entre líneas, con el cual buscan reiterar el primer mensaje. Estos manes quieren echarme al tiempo que me ignoran... Qué vergüenza...

Sólo faltan por levantar las sillas de una sola mesa. El empleado elegido por designios del azar, titubea unos instantes al costado derecho del joven solitario, quien sigue contemplando el azul electrónico de la pantalla.

- Disculpe...

Voltea la cabeza, observa al mesero de un metro sesenta, pelo negro y crespo, ojos esquivos y piel morena, con ira inquietante, y endereza su cuerpo hasta quedar sentado como nos enseñaron nuestras madres, sin retirar la vista de aquél rostro.

- Quiero hablar con el administrador.
- No señor, no se encuentra. Sólo viene los miércoles y los viernes – dicho al tiempo que con su cuerpo comunicaba ademanes de impaciencia por subir las sillas a la mesa y poder ir a su lejana casa, posiblemente ubicada en Villa Luz o más allá, a dormir lo merecido después de una extenuante jornada.

Raúl inclina la cabeza y reflexiona sobre la situación. El cansancio, de repente, hace mella en sus ínfulas de quejoso, y adicionalmente, de reojo, se entera de la atención que le prestan los otros tres meseros a unos cuantos metros de sí, preparándose para la eventual lid con el borracho de turno. Piensa en comunicar su anhelo al mesero que tiene en frente, pero es fácil suponer que la demanda a incoarse será irremediablemente resuelta con un “sí, claro, para la próxima,” lo que equivale a un rechazo de plano, fundamentado en el estado de embriaguez del accionante.

- Bueno... Gracias…
- Que esté bien, que vuelva.

Bendita idiotez. Armó la escena para al final dar las gracias. Para esa gracia, se hubiera ido con los demás cuando se encendieron las luces, y habría sufrido menos humillación. Raúl lo sabe perfectamente, y por eso sale aburrido del bar. La había pasado maravillosamente toda la noche, cantando al son del pop metal de los ochenta y uno que otro flirteo con el rock moderno, pero el esplín se apoderó de su ser en unos cuantos instantes. A pesar de tal sensación de humillación y frustración, el siguiente paso ahora es comer algo, y con tal objetivo en mente, camina un par de cuadras en el frío, nublado y desolado Chapinero, consciente de que no será fácil encontrar un establecimiento decente abierto a esta hora, y de que en la casa sólo va a encontrar un huevo, un par de galletas de sal y agua de la llave. Raúl disfruta de la niebla y de la desolación, pero desea volver pronto a su casa, pues olvidó ir al retrete antes de salir del bar, descubriendo de tal forma que ése fue el supuesto cansancio que lo invitó a salir del antro con la cola entre las patas. Desea orinar desde hace veinte minutos, pero una seguidilla de conocidas canciones cuyos videos jamás había visto, “House of Pain” de Faster Pussycat incluido, y las ideas detonadas por su interrupción súbita, le impidieron satisfacer su necesidad orgánica dentro del bar. Ante tal escenario, encuentra un carrito de pizzas atendido por un joven de cachucha roja y bata blanca.

- Una de carnes, por favor.
- Sólo tengo de pollo con champiñones... Las dos últimas.
- Bueno… Listo. Una por favor.

Efectivamente, en la bandeja de pizzas sólo había dos rebanadas, y las dos eran de pollo con champiñones. Raúl solicitó carnes por puro instinto, sin pensar y sin observar la bandeja de pizzas. Cuando el joven de cachucha roja amablemente le puso los pies sobre la tierra, titubeó unos cuantos instantes. La verdad es que le encanta el pollo, pero los champiñones nunca fueron de su agrado. Sin embargo, al contar con suerte de encontrar comida callejera a esas alturas de la madrugada, no tuvo más remedio que acceder a la oferta disponible, no sin dejar de lado cierto titubeo. Tiene muchas ganas de orinar, y considera hacerlo en el muro, detrás del poste de luz, pero prefiere abstenerse de tal conducta por puro respeto al otro integrante del cuadro, aún cuando a éste en realidad le habría importado un sieso. Mientras la pizza se va calentando en el horno, Raúl recuerda que en un puñado de ocasiones ha comido satisfactoriamente pizza sacada directamente de la nevera, y se arrepiente de no haber pedido que se le entregase así no más, sin calentar. Casi inmediatamente después recapacita, y piensa que es mejor que se la sirvan caliente por cuestiones de salubridad, aun cuando su nivel de escrúpulos es equivalente a cero. Así las cosas, el joven de cachucha roja advierte que la rebanada de pizza se encuentra lista, y la saca directamente del horno para ofrecérsela a Raúl.

- Gracias...

Lleva pues la rebanada directo a la boca y así se quema el paladar. No obstante, y sin exhalar exclamación alguna, la mastica y la digiere raudamente, pues a pesar de su lucidez, las ganas de orinar y el alcohol alojado en su organismo no lo autorizan a distraerse con el dolor y el fastidio provocados por la herida, más allá de la impresión inicial. Las siguientes pruebas de pizza se degluten eludiendo el área afectada con relativo éxito, con la mala fortuna de que no hay pasante alguno que funja como sucedáneo de anestesia.

Al terminar el desechable alimento, da las gracias de nuevo y se echa a correr tan rápido como su vejiga se lo permite, para llegar lo más pronto posible al apartaestudio que hace las veces de su hogar, a unas nueve cuadras de distancia. Con todos sus pensamientos dirigidos a la evacuación de su vejiga, su percepción de la realidad se ve ligeramente trastornada. Dejando de lado ciertas imperfecciones, sus sentidos estaban sanos, mas su cerebro no prestaba atención alguna a la información que provenía de su rededor. Mientras sus oídos perciben el acelerado y constante choque de un ajeno par de pies contra el asfalto, que va acercándose progresivamente, y sin desacelerar su propio correr, su cerebro se entretiene con escenas de películas donde algunos de sus protagonistas van corriendo, en particular, el steady cam de Marlon Wayans en “Réquiem por un Sueño” de Darren Aronofsky, o a Leonardo DiCaprio y a Mark Whalberg en “The Basketball Diaries” de Scott Calvert, ambas escenas al son de una canción punk que musicalizó una propaganda de casetes Sony CD-It, emitida por un corto lapso en MTV por allá en 1996, combinación maquinada por su cerebro para el momento en aras de entretenerle en su todavía naciente travesía, a falta de un iPod, discman, walkman o similares.

Pero por más entretenido que se encuentra Raúl en estos momentos, su cerebro recibe una información que no puede ignorar exitosamente, como lo había logrado hasta ese instante con los pasos descritos atrás, unos gritos monosilábicos que igualmente se escuchaban paulatinamente más fuertes, y un vaho repugnante de heces líquidas que algún impudoroso estampó en algún muro detrás de algún poste de luz. En efecto, ahora mismo un par de manos está aprehendiendo tenazmente a Raúl de los hombros, obligando una interrupción no meditada de la función mental que estaba presenciando, precipitándose de bruces contra el suelo y volviendo a la realidad que su sangre alcoholizada le permite presenciar.

- ¡Quihubo pues pirobo! ¡A mí no se me vuela!

Raúl, atónito y consternado, a penas ahora comprende lo que ocurre. Mientras reconoce la voz del joven de la cachucha roja, todavía expeliendo arengas, insultos sin sentido y amenazas, se avergüenza de haber echado a correr habiendo olvidado el pago de mil doscientos pesos por concepto de la hiriente rebanada de pizza de pollo con champiñones. Se voltea, pues, avergonzado, se sienta en el suelo y hace señas con su mano izquierda, invitando al joven de cachucha roja a que detenga su verborrea, mientras indaga su bolsillo derecho con la restante mano.

- Oiga, ¡qué pena! Es que estoy borracho y no sé lo que hago... Se me olvidó pagar,
no quería irme sin pagar... Vea...

Le entrega un billete de dos mil pesos, aún sentado en el suelo, al con razón iracundo joven de cachucha roja, flaco y verdaderamente joven, pero fuerte como sus necesidades se lo exigen.

- Coma mierda...
- Gracias...

El joven se aleja de la escena, aún iracundo y caminando rápidamente hacia el carrito de pizza que dejó abandonado dos cuadras atrás. Raúl, todavía sentado en el suelo, y ahora con el esplín otra vez en primera plana, no sabe si reclamar los ochocientos pesos que ahora le debe el joven de la cachucha roja, o dejárselos como compensación por exponer el carrito de pizza a los peligros de la noche. A su creciente aburrimiento se le añade, entonces, el urgente clamor proveniente de su vejiga, clamor que determina a Raúl a abandonar su acreencia, a reincorporarse y en volver a casa. A trote lento llega, pues, a su apartaestudio.

- Buenas Eleodoro.
- Bien, gracias...

El portero abre la puerta para dejarle entrar. Se dirige al ascensor, el cual para su fortuna se encuentra en el primer piso, ingresa, pulsa el botón cuatro, se cierra la puerta y en un santiamén se abre la puerta de nuevo. Raúl baja y se dispone a entrar a su apartamento, a dos pasos del ascensor. Al sacar la llave de su bolsillo con cierto trabajo, observa la puerta que tiene en frente y se da cuenta de que misteriosamente se encuentra en el tercer piso, gira ciento ochenta grados para encontrar el ascensor ya cerrado, y tras un nuevo respiro de frustración, prefiere subir lo que resta de escaleras hasta el cuarto piso. Por fin llega a su aposento, dirigiéndose inmediatamente al baño. Después de unos ochenta segundos, se lava las manos y la cara, se desviste y se echa a dormir, esperando que llegue prontamente el siguiente día, o cuando menos, que el que acaba de pasar acabe de pasar.

Hora y media después Raúl abre los ojos. Todavía está oscuro, todavía siente el alcohol en su sangre, y ahora siente que su paladar está insoportablemente pelado y ardiente. Vuelve a cerrar sus ojos en signo de lamentación, pero ya no podrá volver a los dominios de Morfeo sino hasta la siguiente noche. En este preciso instante Raúl aprecia y anhela la hasta entonces agradable e imperceptible ausencia de dolor, recordando cómo seis horas antes su paladar estaba aliviado y libre de molestias, pensando en cómo la mera ausencia de dolor puede llegar a ser placentera.

En este punto exacto, recuerda la “excusa” que le expuso al joven de cachucha roja. “Estoy borracho y no sé lo que hago.” Raúl sabe perfectamente que las dos jarras de cerveza no habían sido el motivo por el cual se fue corriendo al terminar la pizza. Fue simple y llana torpeza, y hubiera ocurrido así aún en su más despierta y perita lucidez, pues la torpeza, en Raúl, no conoce obstáculos.

Quejándose mentalmente de los diversos sucesos del final de la noche, llega a la conclusión de que no hay más alternativa que salir de la cama y dirigirse a la cocina a tomar agua de la llave, y así calmar tanto como pueda la tediosa quemadura, ad portas de una nueva mañana en el Distrito Capital.

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