25 dic 2011

Acerca De Lo Que Me Hace Sentir Bien

¿Ustedes se acuerdan del Canon en Re mayor de Pachelbel? Es una obra musical muy famosa, muy conocida, la pasan en películas y series de televisión con alguna frecuencia. ¿Se acuerdan de la escena de “La Naranja Mecánica” (la película, no el libro) en la que el Ministro del Interior entra a la cárcel y revisa la celda de Alexander De Large? Pues la música que está sonando ahí en el fondo es el Canon en Re mayor de Pachelbel. No, mentira… En esa escena suena es “Pompa y Circunstancia” de Elgar… También es muy chévere y muy famosa, ésa sí que la pasan todo el tiempo en películas, es la típica de los grados de colegio y universidad… A ver, ¿dónde es que ponen el Canon? Me acuerdo que Pet Shop Boys sacó una versión remezclada del Canon, pero creo que nunca la vendieron como sencillo. Se parece un poco a la coda instrumental de “Layla” de Derek And The Dominos… Miento, no es que se parezcan, es que me la recuerda,
ahora que lo pienso no sé por qué… Hmmmh.

En fin. Recuerdo el Canon en Re mayor especialmente no por lo anterior sino porque era la pieza que yo estaba preparando, en un arreglo para piano, para el festival de talentos que organiza anualmente el departamento de Bienestar Universitario de la Universidad de La Sabana. En ese entonces yo era docente en el departamento de humanidades de dicha institución, y eso me habilitaba para participar en el festival junto con los estudiantes y
funcionarios de la institución que quisieran inscribirse.

Llevaba años sin acercarme a las teclas de marfil, las cuales acaricié con disciplina y dedicación durante mis últimos cuatro años de colegio, pero que abandoné una vez vendí mi piano para poder viajar a Halifax a estudiar mi carrera universitaria. Estando allá no toqué una sola nota, y por alguna razón nunca me hizo falta, pero al volver a Colombia y empezar a trabajar fue que renació la necesidad de volver a tocar.

Me vinculé a la Universidad y empecé a ahorrar para comprarme un piano de nuevo,
pero mi ansiedad por volver a practicar me carcomía lentamente, ansiedad que creció enormemente al enterarme de este festival musical del que hablé más atrás. Fue el viejo Henry, el director del coro de la Universidad el que me contó extraoficialmente a mediados de julio de 2002, que la convocatoria oficial se haría a finales de agosto y que el festival sería a finales de
septiembre.

Esta información fue suficiente para animarme a cotizar un piano de inmediato. La
idea inicial era comprar un piano de cola, tenía en mente específicamente un Steinway & Sons, de 1864, y habría podido incluso conformarme con un piano vertical Baldwin Hamilton de 1985, pero nunca con una organeta, por más “buena” que sea. Las organetas, por más “buenas” que sean, nunca igualarán la potencia, la profundidad, la emoción que produce escuchar o interpretar un piano de verdad. Lamentablemente, mi presupuesto solo daba para una organeta medianamente “buena”, y no tenía tiempo para invertir en esfuerzos para conseguir el piano que yo quería en tan poco tiempo.

“Venga,” me dijo Henry una tarde en la cafetería de la facultad, “hagamos una cosa. Yo
le presto mi piano.”

Al escuchar esto dejé de masticar mi sánduche por tres segundos y lo miré fijamente. Luego continué masticando y levanté mi mano para solicitar una explicación. Él continuó.

“No es que yo se lo vaya a mandar a su casa o algo así, ¡no sea güevón! Usted puede
pasarse por mi casa en Cedritos un par de veces a la semana a practicar. Nadie lo va a molestar. Si de pronto necesita que le ayude con algún “tip” o lección en especial me avisa.”

“Pero… ¿No le molestaría que fuera a practicar? ¿Y su familia qué?”

“Yo tengo un cuarto arreglado a manera de estudio de grabación. Está insonorizado,
entonces no molestaría a nadie. Como le digo, si quisiera que yo le ayudara en algo me podría llamar desde el citófono del estudio a cualquier cuarto de la casa, yo estaría por ahí en cualquier cuarto.”

“Hombre Henry, es usted muy amable…”

“Hágale de una, no lo piense. Dígame qué días le quedaría fácil pasarse por la casa y
arreglamos.”

“Hmmmh”, acaricié mi quijada por un par de segundos, haciéndome el pensativo, y
proseguí: “¡Pues qué hijueputas!”, nos dimos la mano y nos echamos a reír. Quedamos en que iría los martes y los jueves de 7:00pm a 9:00pm, y los sábados de 9:00am a 1:00pm. Henry (un hombre cincuentón, frentón medio calvo, medio canoso, de gafas grandes, de barba sin bigote y siempre con algún saco cuello tortuga) me garantizó que a esas horas siempre habría alguien para abrir la puerta, por lo que podría ir sin necesidad de llamar o avisar de manera alguna.

Y muy juiciosamente retomé la práctica del piano.

Fue en la casa de Henry donde elegí interpretar el Canon en Re mayor de Pachelbel,
revisando las partituras que él mismo tenía en el estudio de su casa, el cual por cierto estaba muy bien montado. Era de unas proporciones nada despreciables (¡60 metros cuadrados!), y contaba con varias guitarras acústicas y eléctricas, bajos eléctricos, una batería sencilla marca Ludwig, otros instrumentos de percusión y, finalmente, un majestuoso piano de cola W. Hoffman, de brillante madera café, con 88 teclas recientemente afinadas, prestas a reproducir mis mediocres
interpretaciones.

Empecé a practicar algunos ejercicios que recordaba de mi época de colegio y efectivamente me encontraba en un estado de oxidación deplorable. Sin embargo, una semana después ya había recuperado algo de mi antiguo nivel y así, cada vez que ensayaba me sentía mejor, más cómodo frente al piano. De manera directamente proporcional, mi afición por el instrumento se acrecentaba. Asistir a los ensayos se convirtió en un ritual inamovible, de prioridad máxima.

Lamentablemente yo hacía parte de un plantel de profesores en una universidad privada, y mis superiores no hubieran comprendido ni remotamente lo que significaba para mí ir
a practicar el Canon para el festival. Por eso estuve a punto de reventar de ira en el momento en que la jefe del departamento, Cecilia Belalcázar, programó una reunión extraordinaria para todos los docentes el jueves a las 6:00pm, en la sala de profesores de la facultad. Naturalmente, se trataba del tipo de reuniones que no se sabe ni cuándo comienzan (¿6:05pm? ¿6:15pm? ¿6:25pm?) ni cuándo terminan, de modo que debía olvidarme de ensayar ese día.

La reunión, tal como lo temía, fue una total pérdida de tiempo. Lo que doña Cecilia
pretendía era coordinar cuál sería la comida que se le ofrecería a los pares académicos que vendrían de la Universidad de Maastricth a evaluar la calidad de nuestra facultad, a efectos de obtener una certificación ISO 9001. Sí, se trataba de un tema de vida o muerte. ¿Qué tenía que ver yo en todo esto? ¡Que coman lo que quieran!

Bueno, pues ese día no solo asistí paciente y diligentemente a la reunión, sino que
además, para intentar darle mate al caso de inmediato, participé proponiendo lechona para los holandeses, pues sé de un sitiesito muy serio y aseado que hace la mejor lechona no solo del planeta Tierra, sino probablemente de la galaxia entera. La propuesta fue rechazada de plano y sin mayor explicación, prácticamente la tomaron como un chiste.

Terminaron decidiéndose, casi cuatro horas después, por una de esas carnecitas miniatura con puré de papa gourmet, de esas que tienen nombre francés y que son caras como ellas solas. Bah. Estoy seguro de que si le hubiéramos dado lechona a esos holandeses no solo nos habrían dado la certificación sin siquiera pensarlo, sino que nos habrían propuesto hacer algún tipo de alianza para intercambio de estudiantes e investigación conjunta y complementaria o algo así (de verdad que esa lechona es alucinante, no se la imaginan…).

Tenía toda la ilusión de desquitarme el sábado en el piano, pero preciso mi tío César
me llamó a la casa en la noche del viernes, a pedirme el favor de que lo acompañara el sábado por la mañana a la notaría a presentar una declaración extrajuicio. No podía ser otro día, pues se iba de paseo para las Galápagos el sábado por la noche. Tenía que ser yo el que lo acompañara, eso sí no sé por qué, pero ¡pues! ¿Cómo le iba a decir que no a mi tío César? Siempre me sacó de apuros cuando lo necesité y además llevaba tiempos sin verlo.

No hubo más remedio que acompañarlo de muy buena gana a la Notaría 32, que es la
que quedaba más cerca a su casa, en Teusaquillo. Ya por este solo hecho, y habida cuenta de los aguaceros a los que estábamos acostumbrados en esos días y del inmamable tráfico bogotano, por más corta y expedita que fuera a ser la vuelta en la notaría podía irme olvidando del ensayo del sábado también.

Los pronósticos se concretaron y capé ensayo por segunda vez consecutiva.

Una vez en mi casa, todavía de mañana pero demasiado tarde para ir a ensayar, llamé
al viejo Henry a ver si podía pasarme por la casa el domingo a recuperar los ensayos perdidos, pero me dijo que iba a estar dando clases particulares de guitarra toda la mañana y que iba a practicar improvisaciones de jazz por la tarde. Y el lunes yo tenía clases de 4:00pm a 8:00pm, igual que el miércoles.

Piña.

El festival se acercaba. Había afiches promocionando el evento por todo el campus
y no podía darme el lujo de capar más ensayos. Pero preciso ese martes, en la tarde, saliendo de la Universidad, le escuché un ruido raro al carro, como si algo se estuviera raspando, cada vez que viraba a cualquier lado. Recién me percataba de ese ruido, aunque es posible que llevara varios días sonando así. A veces me pasa que solo me doy cuenta de las cosas después de mucho tiempo, entonces ni idea. El caso es que ya lo había detectado y tenía que encargarme
de esto de inmediato, pues al ignorar cuándo se originó el ruido no podía arriesgarme a dejar pasar más tiempo. Tuve que llevárselo pues a El Amigo para que lo revisara y le hiciera lo pertinente.

“¿Cómo la ve, Amigo?” le pregunté después de haber dado ambos una vuelta a la manzana con el carro, en la Octava con 19.

“Amigo,” me dijo El Amigo, un tanto pensativo, “creo que tiene algo que ver con el
volante…”

“¿El timón?”

“El volante, amigo”, me contestó en tono correctivo. “El timón es el de las embarcaciones.”

“Si usted lo dice, Amigo.” Yo no tenía idea sobre si tenía razón o no. Yo no era quién
para discutir sobre carros, y menos con El Amigo. Él continuaba observando el carro, y dándome su concepto a priori del problema.

“Puede ser que simplemente le falte lubricación…” pronunció seguidamente, con una
pausa dramática de varios segundos. “…O que la conexión se esté soltando, por lo que habría que cambiarla.”

“¿Usted tiene el repuesto a la mano?”

“Cálmese, amigo. Hay que descartar primero lo de la lubricada, y luego sí miramos lo del cambio de la parte, si es que toca.” Me estaba impacientando un poco, pues me incomodaba bastante la idea de estar sin carro varios días, pero atendiendo al llamado de El Amigo intenté calmarme exitosamente.

“Bueno… Si toca toca. ¿Cuánto se me va a demorar con esto, Amigo?”

El Amigo levantó la cabeza y se empezó a rascar el cuello de abajo a arriba con el
dorso de su mano derecha. “Ahhh, calculo que se lo tengo listo para el viernes en la tarde.”

“¿Tanto, Amigo?”

“Podría tenérselo listo antes, pero no se lo garantizo. Lo que sí le puedo garantizar
es que se lo tengo listo para el viernes por la tarde.”

“Listo Amigo, hágale. Me llama y me cuenta, ¿listo?”

“Pásese el viernes y se lo tengo listo, fijo.”

“Bueno. Hasta luego y gracias.”

“Adiós.”

Eran las 7:14pm y yo estaba en la Octava con 19. Ni modo de ir a ensayo ese día.
¡Otro ensayo menos! Increíble. Tantos ensayos perdidos, y todos consecutivos. Uno tras otro. El desespero me estaba empezando a carcomer las entrañas, pero hasta el momento no había habido ninguna manifestación exterior. Creí que iba a perder la cordura con El Amigo, pero logré contenerme. Y bueno, pues me quedé sin carro por el resto de la semana, situación que no me impediría asistir al ensayo del jueves, o al menos esa era mi esperanza.

El miércoles fue un día de relativa calma. Seguía con el ánimo un poco alborotado
internamente por la falta de ensayo y la proximidad del festival, pero en realidad no aconteció nada memorable. Logré que José Alfredo, un profesor de las ingenierías, me recogiera y me llevara a la Universidad, y de allá, para devolverme a la casa, tomé uno de esos buses que se estacionan en el campus. En ese paseíto a mi casa no hice sino repasar el Canon en mi cabeza, una y otra vez… Me lo sabía de memoria, todos los arreglos de la partitura y hasta podía improvisar otros más, pero necesitaba practicar…

Otra vez jueves, y otra vez a esperar a que el día terminara para poder ensayar. Ya
llevaba más de una semana sin ensayar y temía haberme oxidado demasiado, temía haber
retrocedido en mi nivel musical. Esperaba no ser tan de malas como los días anteriores. ¡No podía ser tan de malas!

El día avanzó velozmente, contra todos los pronósticos, y de repente el sol desapareció entre unos nubarrones más negros que el mismísimo Fredy Rincón. Así, mientras anochecía, se vaticinaba la caída de un aguacero pesado sobre la capital. Esto lo observé yo desde la ventana de mi casa, pues toda esa tarde me quedé allá calificando parciales. Me levanté una vez terminé con los parciales y llamé sin éxito a varios teléfonos para pedir un servicio de taxi.
Todavía estaba bien de tiempo, pero sabía que seguir llamando iba a resultar infructuoso, por lo que salí a la calle a coger taxi, aún cuando ya habían pasado más de quince minutos desde que empezó a llover a borbotones. La verdad no me importaba. La lluvia nunca había sido impedimento para que yo saliera de mi casa, al menos cuando era para hacer algo a puerta cerrada.

Salí y me resguardé en frente de una vitrina en la cuadra de enfrente de mi casa. Ese
solo paseíto ya me había dejado ensopado, como si me hubiesen lanzado a una piscina. Pasaron varios taxis ocupados, como es la costumbre en medio de un aguacero. Miré el reloj y vi que necesitaba tomar un taxi de inmediato para poder llegar puntual a las 7:00pm a la casa del viejo Henry y poder repasar después de todo este tiempo de ensayos perdidos.

Y fue en ese instante que apareció un taxi que iba ocupado, pero bajando la
velocidad hasta detenerse por completo a unos veinte metros de donde yo estaba. De él se bajó una señora, y entonces corrí hacia allá para irme de una a la casa de Henry. Llegué justo cuando la señora cerró la puerta. Yo la abrí y empecé a entrar al taxi, pero me detuve súbitamente.

“Ah-ah-ah-ah—“, exclamó el taxista, “¿para dónde va?”

Me detuve a medio camino, con la puerta abierta, mi pierna izquierda adentro del
taxi y mi mano derecha sosteniendo la puerta. Toda la paciencia y la calma que había tenido en días pasados empezaba a desvanecerse en una nube roja de cólera. Estaba tan consternado que no pude mantener mi boca cerrada. Saqué el pie del taxi y me incliné para contestarle.

“Ah, ¡perdón! Voy para la 142 con 15, ¿le sirve?” Le grité, en parte porque la
lluvia no dejaba oír, pero clara y principalmente por la furia que me dio. El taxista, de piel rojiza como la de los boyacos, cuarentón, pelo castaño corto e inmensos ojos verdosos me contestó con calma, hasta con una sonrisa.

“Hermanito, voy para el Sur. No me sirve.”

Fue en ese instante en que la cólera se apoderó de mí. No creo que hubiera sido capaz
de soportar tamaña cabronada bajo ninguna circunstancia, y menos considerando el estrés y la ansiedad de las que había sido presa en los últimos diez días.

“Este si es mucho…”

No terminé la frase, al menos no con palabras. Llevé la puerta hasta atrás, tomando impulso, y la tiré hacia adelante para cerrarla. Descargué toda mi ira contra esa puerta. Lo hice violentamente, sin pensarlo, simplemente liberando la energía negativa que venía acumulando desde el día de la reunión en la Universidad, y fugazmente, una vez cerrada la puerta, pensé en las veces que accidentalmente había cerrado puertas con fuerza adicional a la estrictamente
necesaria y había sido regañado por ello. “¡Ojo me la volvés giratoria!” me dijo alguna vez un taxista en Medellín. Pues esta vez tuve toda la intención de volverla giratoria, pero no, simplemente se cerró con mucha fuerza.

Justo después de cerrarla me fui caminando en dirección contraria al taxi, otra vez
buscando refugiarme debajo de la vitrina donde estaba alojado un minuto atrás, cuando de repente apareció otro taxi sin ocupantes. Saqué la mano para detenerlo y efectivamente se detuvo metros atrás del taxi que me había hecho el desplante. Corrí e ingresé de inmediato.

“Buenas. A la 142 con 15, por favor.”

“Con gusto,” contestó el anciano y frágil taxista, mientras terminaba de desempañar
el parabrisas por dentro con un pañuelo. Lo guardó y se dispuso a arrancar, pero cuál no sería mi sorpresa al ver al otro taxista afuera, al lado de mi ventana, mirándome con sus verdes ojos furiosos y diciendo algo que no pude entender.

“¿Ah?” El taxista que me estaba llevando también se dio cuenta y miraba hacia adelante y hacia atrás en estado de confusión.

“Nada, vamos, vamos” le dije yo, y efectivamente me hizo caso. Aceleró para llevarme a la dirección indicada y rebasamos al taxista furioso. Mientras tanto yo miraba
para atrás a ver qué hacía el otro taxista: El tipo alcanzó a gritar algo, seguro “¡Oiga!” o algo así, una especie de llamado, y luego lo vi correr e ingresar en su propio taxi.

“¿Qué pasó con ese taxi, señor?”

“Nada… Que no me quiso llevar…”

“¿Que qué? ¿Y por qué?”

“Que porque iba para el Sur.”

“No, ¡pero sí es mucho perro! ¿Y con esta lluvia?”

Miré otra vez para atrás y vi que el taxista furioso ahora nos perseguía. Sus
verdosos ojos despedían llamas, lo pude percibir a través de la lluvia. No estoy seguro porque no me podía ver en reflejo alguno, pero seguro que en ese instante empalidecí.

“Jueputa, ahora en qué me metí…”

“¿Y es que además de que no lo lleva ahora lo persigue?” Mi chofer actual estaba
perplejo y con razón. Pero antes de poder contestarle, vi que mientras nosotros íbamos bajando por la 67 ya para cruzar hacia el Norte por la Novena, el taxista furioso nos superó y nos cerró justo en la esquina, de modo que el taxista amigable se vio en la necesidad de detenerse. Extrañamente no había más vehículos que los nuestros en ese segmento en particular. El taxista furioso salió de su vehículo y se dirigió hacia mí. No se me ocurrió hacer más que
ponerle seguro a mi puerta. Observé sus manos y parecía no estar armado, pero
no estaba seguro.

“¿Qué es esto? ¿Qué está pasando?” me preguntó el taxista amigable, quien ya parecía temeroso y con razón, pues al tiempo que yo puse seguro a mi puerta él hizo lo propio con las puertas delanteras. El taxista furioso ya estaba a distancia como para abrir mi puerta, pero no lo intentó. Simplemente gritó.

“¡Pedazo de mierda! ¡Salga del taxi y hablamos!”

Yo, muerto de miedo, me quedé inmóvil mirándole a los ojos.

“¡Salga! ¡Intente tirarme la puerta otra vez!”

No fui capaz de pronunciar palabra alguna. Sin embargo, no sé por qué, le hice pistola con mi mano derecha, como si fuese un niño de doce años. Hubiera podido igualmente sacarle la lengua, y el motivo habría sido igualmente desconocido para mí.

“¡Cobarde marica! ¡Salga y hágame pistola acá en la cara para que vea cómo lo vuelvo
mierda! ¡No sabe con quién se mete!”

“¿Qué le pasa con mi pasajero?”, dijo el taxista amigable intercediendo por mí. “¡Déjelo en paz!”

“No se meta que esto no es con usted, y tranquilo que ni a usted ni a su carro les va
a pasar nada. ¡Solo necesito que este maricón de mierda salga ya mismo!”

“Pues mi pasajero no va a salir del carro. Tenemos prisa y debemos irnos, déjenos en
paz.” Yo sudaba mientras tanto, estático en mi puesto.

“Si su pasajero no sale los voy a perseguir hasta que finalmente se baje, sea donde
sea, para que vuelva a intentar tirarme la puerta y a hacerme pistola en la cara.”

“De acuerdo señor, trato hecho, persíganos.” Dicho esto, el taxista furioso se
dirigió nuevamente hacia mí.

“¡Bobo marica! Le voy a enseñar a no meterse conmigo. ¡Espere y verá!”

Retrocedió y se volvió hasta su propio carro, desbloqueando el camino para que el taxi en el que yo iba continuara su marcha. Efectivamente nos dejó pasar, y luego siguió detrás de nosotros.

“Jueputa, ahí sigue…” exhalé.

“Tranquilo mijo que si sigue detrás de nosotros, pues paramos en el CAI de la 72 para que ellos se encarguen del problema.”

¡Qué alivio! Sí, esa podía ser una gran solución. Pero el taxista furioso seguía
detrás de nosotros, lo podía ver claramente justo detrás de nosotros, y deverdad deseaba que no fuera necesario apelar a la policía para solucionar este lío.

“Más bien cuénteme qué fue lo que usted le hizo para ponerlo así.”

Me enderecé en mi puesto momentáneamente para contestarle.

“Le tiré la puerta. Al decirme que no me iba a llevar le tiré la puerta durísimo.”

“Ah, sí, es que eso sí da mucha rabia… Pero mire, ya los dos se hicieron suficiente
daño. El uno no lo llevó, el otro le tiró la puerta, el otro lo insultó hasta más no poder… Creo que ya fue suficiente.”

Mientras él decía esto volví a mirar hacia atrás y vi que ya el taxista furioso había
desaparecido. Indagué una y otra vez, miré hacia los lados. Nada, desapareció.

“¿Sí ve? Yo sabía. Pura paja. Yo sabía que ese tipo no nos iba a seguir. Si se negó
a llevarlo a usted hasta Cedritos, que estaba dispuesto a pagar la carrera hasta allá, qué iba a irse hasta por allá gratis.” El razonamiento del taxista amigable parecía muy convincente, pero contra argumenté.

“Usted más que nadie debería saber que esta ciudad está llena de locos… ¿Sí supo del tipo que robó un libro y se botó por el puente de la Veintiséis? ¿Y del tipo que se mató en el carro con la hija? Esta ciudad está llena de locos de mierda…”

“Sí, es cierto, pero confío en que habemos unos cuantos que todavía estamos cuerdos, y ese tipo seguro no está tan loco como para perder su tiempo en esta trifulca de medio pelo. Cálmese más bien y olvídese de esto.”

Hubo un rato de silencio. Ya me sentía un poco mejor, pero estaba todavía bien alterado de los nervios. Después de un minuto quise manifestar mi agradecimiento al taxista, pero solo lo logré tímidamente.

“Gracias…”

“Tranquilo joven, no se preocupe. Eso sí, ¡cuidadito con la puerta al salir!”

Recibí con beneplácito el chistecito. Sonreí por fin, y continuamos el resto del trayecto sin hablar, con la lluvia y las noticias radiales en el fondo. Pero no escuché nada de eso. Todo ese rato estuve pensando en lo recién ocurrido, sobre todo en lo que me dijo el taxista furioso. “¡Usted no sabe con quién se mete!” Es cierto, no tenía la más remota idea, y no sé de qué pueda ser capaz ese cabrón. El hecho de que nos hubiera dejado de seguir no significaba nada. Después de todo, ya sabía para dónde iba y no era necesario que nos siguiera. Al caer en cuenta de esto último sentí un vacío horrible por dentro y se me desocuparon los pulmones en cuestión de
centésimas de segundo. Quise trasbocar.

“¡Pare! ¡Pare aquí por favor!”

El taxista amigable se detuvo. Estábamos ya a cinco cuadras de mi destino, pero no pude contenerme. Tuve que abrir la puerta y vomitar ahí mismo, en la calle, en frente de unos jóvenes que bien podrían haber sido alumnos míos. El taxista amigable se alarmó con mis fétidos desperdicios intestinales. Descansé por un instante, y le pedí que me llevara a mi casa.

“¿Está seguro? Ya vamos a llegar a…”

“Sí, por favor…” y le hice señas con la mano para que desistiera de llevarme a la dirección original.

Noté cierta incredulidad en los ojos del taxista amigable, quien no cuestionó mi nueva instrucción con palabras. Seguro que le parecía inconcebible que yo todavía albergara miedo alguno hacia el taxista furioso, pero obedientemente me llevó hasta mi casa. ¿Y entonces qué? Simplemente ya no podía volver a la casa de Henry, pues quién sabe si el taxista furioso va a
estar merodeando por ahí, esperando verme de nuevo para “darme una lección”, o
en todo caso para desquitarse de mí de algún modo insospechado. Igualmente sentí
la obligación de no volver a tomar taxi al menos por varios meses. ¿Varios meses?

¿Cuáles son las probabilidades de que me vuelva a encontrar con ese loco furioso en un
taxi? ¿Cuáles son las probabilidades de que me lo vuelva a encontrar en rincón alguno de Bogotá? ¿Será que bastaba con que no volviera a tomar taxi para evitar encontrármelo? No quise correr el más mínimo riesgo. Abandoné mi carro en el taller de El Amigo y dejé la ciudad en manos de ese taxista loco y de sus secuaces esa misma noche. Empaqué una valija con mi ropa y me fui al terminal a coger el primer bus que encontré.

Actualmente trabajo en cualquier cosa, oficios manuales o intelectuales, lo que sea que me provea el sustento mínimo. Perdí todo contacto con las cosas y las personas que me ataban a Bogotá. Ya no me hace falta tocar piano, igual que cuando viví en Halifax. Ahora estoy tranquilo, estoy bien. Mientras esté lejos de ese taxista loco y furioso estaré bien.

14 dic 2011

ACERCA DE CÓMO JUAN MANUEL EJECUTÓ SU ÚLTIMO PLAN

Un hombre de treinta y cinco años, llamado Juan Manuel, va conduciendo un carro en compañía de su hija de siete años, llamada Ángela. Van camino a la finca, desde Bogotá hasta Apulo. Ambos van en las sillas delanteras, en una noche tranquila, en la cual se podía oler el asfalto mojado, luego de la fuerte lluvia que azotó a la ciudad y al departamento desde la madrugada. La niña, después de unos cuantos minutos de silencio desde que volvieron al vehículo, luego de haber almorzado tardíamente en un restaurante de carretera, lanza una pregunta con sincera preocupación, desencadenando la siguiente conversación:

- Papi, ¿cómo hace uno para escupir gargajos haciendo ese ruido todo raro?
- Nena, ¿pero cómo me preguntas eso?
- Pues síiií, ¿cómo hace uno? Yo quiero saber…
- ¿Por qué? ¿Para qué?
- Solo quiero saber…
- No. No te voy a enseñar. ¿De dónde sacaste esa idea?
- En el colegio los niños lo hacen y yo quiero hacerlo también.
- Los niños… ¿Pero has visto a las niñas hacerlo?
- No, pero quiero ser la primera.
- A las niñas no les queda bien…
- Ahhhh, ¿pero a los niños sí?
- Pues no, tampoco… Nadie debería escupir en la calle, menos lanzar gargajos…
- ¡Yo lo haría con Roberta! ¡En la casa de ella! ¡En el patio! El otro día estuvimos intentando pero no supimos cómo… ¡Papi, enséñame!
- No señorita. Es mejor así.
- No… ¡No! Voy a preguntarle a todo el mundo hasta que alguien me explique…
- Si no sabes lanzar gargajos es porque no necesitas hacerlo.
- ¿Cómo así?
- Es cierto Angie. ¿Tú crees que esos niños que escupen por ahí tomaron clases para lanzar gargajos?

Ángela reflexiona seriamente al respecto.

- Lanzar gargajos es algo natural – señaló el conductor -- . Es como echarse pedos.
- ¡Gas! ¡Qué cochino!
- ¡Lo mismo deberías pensar de los gargajos! -- Replicó él con una extraña sonrisa, aunque ella no se percata, pues mientras tanto hacía ademanes de asco con los ojos bien cerrados y con la cara dando de frente hacia su propia ventana. Y continúa, con un poco de nerviosismo:
- Ese es otro fenómeno… O mejor dicho… ¿Proceso natural? No sé… En fin, aún si quisiera explicarte cómo hacerlo no tendría cómo hacerlo, porque es algo que… Simplemente es natural…
- ¿¿Qué qué??

La niña pregunta con total desconcierto. Naturalmente no entendió gran cosa de lo que su papá le dijo, pero sin duda quiere, siente que necesita saber cómo lanzar gargajos. Continúa ella, seriamente preocupada e indignada.

- Papi, no te entiendo ni jota. ¡Mi mamá nunca me habla tan raro! Eres muy raro. Seguro que ella me explicaría si estuviera acá.
- Pero ella no está acá... Por favor no la traigas a colación.
- ¿A dónde?
- Hija, no hables de ella, al menos no ahora…
- Ojalá mi mami estuviera acá…

Hubo un silencio. Él, tratando de alivianar el tono de la conversación y evitar una discusión pesada al respecto, dijo:

- Tu mami no escupe. Es una mujer de mucha clase. Y tú también lo eres, eres una princesita. Créeme cuando te digo que no te quedaría bien escupir.

Ella no dijo nada. Se sentía un poco adormilada y agotada por la hora y el largo trayecto, que según lo que él planeaba iba apenas por la mitad. Él la miró mientras continuaba conduciendo y la notó con los ojos cerrados.

- Te aseguro que cuando sientas la necesidad de lanzar un gargajo lo harás sin necesidad de preguntarle a nadie. Es lo mismo con los pedos y los eructos.
- Papi… Se dice “erupto”… Con “p” de papi…

Él rió incómodamente. La miró de nuevo y la notó respirando más profundamente, durmiendo de manera plácida. “Ojalá permanezca así hasta que lleguemos a Apulo”, pensó. Procedió entonces a encender la radio con volumen bajo para no despertarla, pero al cabo de un rato, tal vez en menos de cinco minutos, luego de darle vuelta tras vuelta a todas las estaciones radiales que tenía programadas, nerviosamente la apagó. Necesitaba tranquilizarse y ejecutar el plan con determinación. Ya había empezado su ejecución, no podía echarse para atrás, ya había cruzado el punto de no retorno, tenía que ser esa noche y no otra, no podía aplazarse más. La determinación de ejecutar el plan le tomó varias semanas, y si no era hoy, quién sabe cuándo volvería a determinarse a hacerlo, si es que volvía a ocurrir.

Siguió conduciendo, respirando lentamente y con profundidad, procurando tranquilizarse. Miraba el reloj en la pantalla, en el tablero de control de su carro, y se decía a sí mismo que en menos de dos horas ya todo estaría listo. No podía echarlo a perder, tenía que ser esta noche y no otra. Ya mañana todo estará bien, mañana todo será tranquilidad, pensaba.

Reflexionar de esta forma para nada le tranquilizaba. Por el contrario, mientras pensaba de tal forma, su pie derecho, de manera lenta, inconsciente y progresiva, iba presionando el acelerador más y más hasta el fondo.

“Porque mañana… ¡Es mejor! Mañana todo será mejor… Sí, mucho mejor...”

Su respiración, a pesar de sus esfuerzos, se aceleraba, al igual que brotaba copioso sudor de sus sienes y de la palma de sus manos, por lo que cada siete segundos las frotaba, primero una y luego la otra, en su regazo. Sus manos estaban frías, heladas, pero su cabeza estaba caliente. Juan Manuel, en medio del nerviosismo y la preocupación, estaba desarrollando una fiebre insoportable. Sentía ganas de orinar, pero no quería, no podía detenerse a orinar en ese instante. No se puede perder más tiempo. Orinará una vez llegue a Apulo, pero ahora no, ahora hay que conducir.

Mientras tanto, en dirección contraria se acercaba furiosamente una camioneta, conducida de manera salvaje e irresponsable, probablemente por un joven borracho. Iba velozmente dirigida como si estuviera apuntando a chocarse con el vehículo de nuestros protagonistas, generándose una amenaza seria de colisión. Juan Manuel, pues, de manera irreflexiva, con su adrenalina llena hasta el límite y por puro instinto de supervivencia, esquiva exitosamente la camioneta virando violentamente hacia la izquierda, justo segundos antes de que se concretara un choque seguramente mortal.

La camioneta siguió su curso frenético hasta desvanecerse del rango sensorial de Juan Manuel, quien al esquivarla, perdió momentáneamente el control de su vehículo y salió violentamente de la carretera, entrando en un lodazal, un espeso pantano originado en las fuertes lluvias que recién cesaron un par de horas atrás, quedando inmóvil totalmente, luego de que el carro se apagara por completo. Al desvanecerse auditivamente la camioneta, hubo unos breves instantes de silencio. Dicho silencio se vio interrumpido, al menos para Juan Manuel, en el momento justo en que se percató de sus propias palpitaciones, golpeándole fuertemente en su pecho desde adentro, y de su pesada respiración.

Así, con el corazón trabajando descontroladamente, sus brazos tenazmente aferrados al volante, y al tiempo temblando como hojas de árbol otoñal en medio de una ventisca, Juan Manuel observó a su hija a su lado, quien continuaba durmiendo imperturbable, sujetada por el cinturón de seguridad, y aparentemente sin golpes ni heridas de gravedad, de modo que volvió su vista al volante, encendió el carro, maniobró la palanca de cambios y volvió a acelerar el vehículo para reanudar la marcha hacia su finca en Apulo, pero no avanzaban ni un centímetro. Efectivamente, el carro estaba atrapado en el lodazal, y las llantas de atrás giraban una y otra vez sin cumplir el objetivo propuesto. Juan Manuel lo intentó de nuevo, desesperadamente, obteniendo el resultado recién descrito. Simultáneamente pensaba.

“Es que soy muy bruto, demasiado bruto… ¡Soy un imbécil de puta mierda! No debí haber esquivado esa camioneta, debimos haber muerto ahí, justo ahí… Soy un retrasado mental, un malparido retrasado mental de mierda, ¿qué puta mierda voy a hacer ahora? ¡Jueputa vida de mierda! Aunque quién sabe, pudimos haber quedado vivos… Lisiados de por vida… Quién sabe qué habría sido peor… Yo no sirvo para estas güevonadas, yo no soy así... ¡Jueputa vida! ¿Qué habría pasado? Tal vez la consecuencia no habría sido irremediable, hubiéramos, posiblemente, quedado vivos y lisiados… No… Seguro que habríamos muerto… Quién sabe… ¡Jueputa vida, quién sabe! ¿Cómo saberlo? ¿Y cómo voy a salir de este mierdero? ¿Cómo voy a resolver esta puta mierda?”

En medio del desespero, la rabia, la angustia en que se encontraba, y de reflexiones en la línea señalada, Juan Manuel continuaba acelerando el vehículo con violencia, presionando con todas sus fuerzas el pedal, descargando toda la ira y la frustración que sentía en ese momento, sin que el carro se moviera en dirección alguna. Golpeó el tablero fuertemente una vez. Agotó momentáneamente las fuerzas en su pie derecho, pero inmediatamente después hundió el acelerador con el pie izquierdo, con la misma violencia, de la misma manera irreflexiva y frenética.

Todo esto ocurría, al tiempo que el motor se iba revolucionando cada vez más y más, llegando a su límite, tal como lo alarmaba visualmente el tablero, y sonoramente el horrible, indomable rugido del motor, el cual en consecuencia empezó a echar humo, superando las restricciones físicas que imponía el capó. Fue en este instante que la niña despertó.

- ¿Ya llegamos?

El conductor continuaba, en silencio, en su furiosa e infructuosa misión.

- Papi, huele a quemado… ¿Qué pasa?

Sin desacelerar en ningún momento, contestó:

- Nada hija, vuelve a dormirte, es lo mejor…
- Huele a quemado, ¿no hueles?
- Ángela... No pasa nada… Todo está bien…
- Papi, está caliente, ¡hay fuego! ¡Nos estamos quemando!

El vehículo, efectivamente, había empezado a botar fuego desde el capó, y la visibilidad a través del parabrisas, de un momento a otro, se encontraba bloqueada por las llamas. Ángela empezó a llorar al instante, y petrificada por el pánico, se mantuvo lívida, absolutamente inmóvil. En un principio gritó, clamando por sus papas, primero por su mamá y luego por su papá, quien también empezaba a sentir el calor de las llamas, las cuales ahora se propagaban por fuera a ambos lados del vehículo hacia la parte trasera. Maniáticamente, Juan Manuel se repetía:

- Todo está bien… Todo está bien…

El crepitar de las llamas y el fuerte olor del humo ahogaban los latidos del corazón de Juan Manuel, quien todavía padecía de una enorme tensión física y emocional. El fuego ahogaba en segundos y de manera exitosa el entorno de nuestros protagonistas. La niña, víctima del miedo, se desmayó y no volvió a manifestarse. El vehículo era presa de las llamas. La temperatura aumentaba vertiginosamente. Sin embargo, en ese instante, algo golpeó con fuerza el vidrio del puesto de Juan Manuel, el cual se encontraba totalmente cerrado. Éste volteó sorprendido hacia su izquierda y vio el vidrio totalmente resquebrajado. Instantes después, otro violento golpe terminó por destrozar el vidrio.

Se trataba de un campesino que, al escuchar los gritos de la niña y observar el vehículo en llamas, tomó una pala y se acercó corriendo, sin titubeos, a la escena. El campesino, sumamente nervioso y lleno de miedo, pero valientemente resuelto a salvar a los accidentados, le habló al conductor.

- ¡Amigo! ¡Tranquilo que ya los vamos a sacar de aquí, no se preocupe! ¡Deme su mano!

Juan Manuel, respirando hondamente y lleno de sudor, observó al campesino por dos segundos. Volteó su vista hacia la guantera, soltó el timón, se inclinó e indagó con su mano derecha en la guantera. El campesino estaba consternado por la extraña mirada de nuestro protagonista, quien no parecía alegrarse por su intervención.

- ¡¿Qué hace hombre!? ¡Deme su mano ya..! ¿¡Qué hace!?

No le dio su mano. Simplemente le disparó, una vez, en el estómago, o tal vez en el pecho. Soltó el arma de inmediato. En realidad no había apuntando. En realidad ni siquiera quería hacerle daño, solo quería que lo dejaran en paz, pero mientras miraba fríamente al campesino, pensó que no había caso en pronunciar palabra alguna. Había que ser categórico, y no había más alternativa. El campesino se echó para atrás a causa del impacto. La esposa del campesino, quien observó la escena desde una prudente distancia, corrió hasta donde su marido, quien retrocedía tan rápido como se lo permitían sus piernas y su herido cuerpo, presionando su costado con ambas manos. Ella gritó al observar la sangre que chorreaba a borbotones.

- ¿¡Qué es lo que está pasando!? ¿¡Qué pasa!?
- Me dispararon, mujer… Me dispararon…
- ¡Pero hay que salvarlos! ¡Que alguien nos ayude! ¡Auxilio!
- No te acerques, ¡que nadie se acerque! Me han disparado desde el carro… No quiere ayuda…

El carro estaba ya rodeado por una decena de campesinos consternados, quienes se miraban mudos sin saber qué hacer. Solo uno de ellos corrió hasta el pueblo más cercano en busca de un médico, la policía, ayuda profesional, como fuera, quien fuera. Otro, impotente al no haber fuentes de agua próximas, empezó a lanzar desesperadamente y de forma irregular lodo al carro para ver si de pronto así lograba detener las llamas. Pero el carro seguía incendiándose, consumiéndose sin pausa, primero por fuera y ahora por dentro.

Mientras el auto continuaba calcinándose, Juan Manuel alcanzó a pensar en cómo los suicidas, al determinar su decisión de acabar con sus vidas, se encuentran simultáneamente llenos de frialdad y valentía para alcanzar su fin próximo y cobardía extrema, pavor desmedido, para alcanzar su fin último. Pensó en la solemnidad con la que armó su plan, el supuesto cuidado con el que trazó su misión, y en la forma como la casualidad y un conjunto de variables no previstas cambiaron el curso de los hechos. Pensó que tal vez debió haber optado por una vía menos traumática y más sencilla para lograr el mismo objetivo. Pensó en lo extrañamente tranquilo que se sentía ahora que tanto su hija como él se consumían en llamas y en que pronto dejarían de ser. Pensó que tal vez no debió haber disparado, en que tal vez debió haber aprovechado la intervención del campesino para salir del vehículo con su hija y abandonar el plan.

“No… No… Definitivamente no. No fue exactamente a mi manera, pero finalmente todo se resolvió. Bien o mal no importa, todo está resuelto… Lo que fue, fue…”

El fuego, irreprimible, incontenible, inclemente, continuó su curso natural hasta convertir el carro en escombros inertes, ante los ojos incrédulos de una decena de impotentes espectadores.

22 may 2011

Acerca de los Hechos Previos a la Muerte del Joven Rubén

- Rubén, ¿en qué va este tema? – exclama Arturo mientras sacude un fajo de papeles con su mano derecha.

Rubén, justo en ese instante, se encontraba escribiendo algo en un procesador de texto, en su computador personal, escuchando música a través de sus audífonos. A través del rabillo de su ojo izquierdo, notó el fajo de papeles que se agitaba pero no escuchó la pregunta. Al instante, Rubén dirigió su atención hacia Arturo, quien todavía agitaba el fajo de papeles, y procedió a detener la música con un “click” y a reposar los audífonos sobre su cuello.

- ¿Ah?
- ¿En qué va a este tema, Rubén?

Rubén, perplejo, bajó la vista a tres cuartos y su expresión, inconscientemente, se llenó de confusión total.
- … ¿Ah?
- ¿Es que no presta atención?
- Sí señor, me está preguntando por un tema, pero no sé a cuál se refiere.
- ¡Pues a éste! – exclamó Arturo mientras azotó el puesto de Rubén con el fajo de papeles, dejándolo inerte bajo sus narices. Rubén se quitó los audífonos completamente, tomó el fajo de papeles, lo enderezó y lo organizó para ver de qué le hablaban.
- Ah, la cancelación de TUTIPLÉN…
- Sí. ¿¡En qué va este tema!?
- Pues, doctor, el tema siempre ha sido el mismo, no sé a qué se refiere…
- ¿Ah? – Ahora es Arturo el estupefacto.
- ¿Qué quiere saber exactamente?
- ¡En qué va el tema!
- ¿Es decir la cancelación? ¿Quiere saber en qué va la cancelación de TUTIPLÉN?
- ¡Sí, por Dios! ¡¿En qué va eso!?
En este estado de la conversación, Rubén sonríe con satisfacción, al creer saber por fin qué es lo que Arturo indaga con tanta vehemencia.
- Es que, doctor, una cosa es el tema de la cancelación de TUTIPLÉN, y otra cosa es la cancelación de TUTIPLÉN…
- Por favor – dice Arturo mientras sacude su mano derecha en señal de desaprobación a la explicación no solicitada --, nada más dígame en qué va el tema, que se me colma la paciencia…
- Otra vez con el tema – pronunció Rubén para sí con decepción, y volvió a su estado inicial de confusión --. Pensé que le había entendido, pero me equivoqué…
Arturo entró en absoluta cólera.
- ¡No me tome del pelo! Necesito hacer un informe para Rubisam para esta tarde y tengo mil vainas pendientes por hacer, ¿¡en qué va el tema!?
- …

Rubén, ante tanta presión, solicitó paciencia a su jefe y optó por llamar al archivo a pedir el expediente. Observando el listado de extensiones que se encontraba al pie de su teléfono, marcó con seguridad la extensión indicada, pero le contestó Yudith, una amable señora que hacía las veces de recepcionista del bufete.

- ¿Aló?
- Hola Yudith, ¿por ahí está… -- Rubén indaga la lista de extensiones de nuevo para recordar el nombre del encargado del archivo-- … Jáider?
- No, salió a conseguir un tema urgente fuera de la oficina.
- ¿Conseguir… Un tema urgente? – repitió Rubén, con total desconcierto.
- Sí señor, para el jefe.
- Pero yo le pude haber dado un tema urgente, es más, ¡varios! La corrupción estatal, el calentamiento global, el racismo en el siglo XXI…
- … ¿Ah?
- ¿Y a qué hora vuelve?
- No sé…
- Gracias, Yudith…
- ¡Apenas vuelva yo le digo que le timbre!
- Listo Yudith, gracias – Rubén cuelga el receptor y ahora se dirige a Arturo --. Doctor, no tengo acceso al expediente, Jáider salió a hacerle una vuelta a usted, según me dijo Yudith…
- No, no, no, no – Arturo se frota sus antebrazos, los cuales se encontraban remangados hasta los codos --, qué temita con ese muchacho, ¡nunca está en su puesto! ¡Qué temita! Rubén: baje al archivo, busque el expediente de TUTIPLÉN y me cuenta en qué va. ¡Pa’ntier!
- Sí señor.

Arturo se devuelve por donde vino, totalmente alterado y manoteando como un poseso, olvidando el fajo de papeles en el escritorio de Rubén. Éste, resuelto a satisfacer la necesidad inmediata de su jefe, bajó al archivo al cabo de unos segundos, segundos en los cuales reflexionó acerca del anterior bombardeo temático al que se vio sometido.

Recién egresado de la facultad de Derecho, Rubén había logrado conseguir trabajo en una prestante firma de abogados y ésta era su primera semana. De hecho, se trataba de su segundo día de trabajo y hasta el momento no había visto a su jefe alterado en el más mínimo grado. Apenas el día anterior, su primer día en el puesto, Arturo, en un usual gesto de amabilidad que siempre tiene con sus paralegales recién entran a la firma, invitó al muchacho a almorzar y, durante la velada, aquél se comportó como un tipo tranquilo, pero por el espectáculo que acababa de presenciar, Rubén ya temía que se tratara de uno de esos locos que cambian de estado de ánimo con la misma frecuencia con que Lady Gaga cambia de atuendos en sus conciertos.

Ya en el archivo, revisó el expediente de TUTIPLÉN, y vio que la acción de cancelación ya había sido contestada, pero aún no reposaba copia de resolución alguna, de manera que el caso seguía en trámite hasta el momento. Sin embargo, cuando Rubén iba, expediente en mano, camino al despacho de Arturo, se encontró con el dependiente de la oficina, Beto, y se vio obligado a detenerse.

- Quihubo doctor, ¡mire! Resolvieron TUTIPLÉN, la cancelaron totalmente.
- !!!
- Fresco, el plazo para presentar el recurso se vence el próximo miércoles.
- ¿¿Qué – Rubén palideció y entró en pánico -- ??

El pingüe dependiente se echó a reír en un gesto de total irrespeto por su inmediato superior.

- Jefe, ¡que fresco! Hay suficiente tiempo para contestar.
- ¿¡Pero cómo me dice que fresco si el plazo para presentar el recurso se vence mañana!? ¿¡Cómo es que se demora tanto en avisar una vaina de estas!? ¡Va a hacer que me echen sin haber recibido mi primera quincena!
- Calmado, doctor – todavía en tono de sorna --, no es para mañana, ¡es para el próximo miércoles! Fíjese, es del estado de hoy, martes. Tenemos cinco días hábiles para interponer recursos, es decir miércoles, jueves, viernes, lunes no lo contamos por el puente, martes y miércoles. No es mañana, es el próximo miércoles, ¿ve?

Al recibir esta explicación, Rubén respira hondo. No obstante, estima que este es el momento oportuno para explicarle algo a Beto.

- Beto… Mañana ES el próximo miércoles.
- No’mbre, mañana es mañana, el próximo miércoles es el próximo miércoles…
- Beto, ¿cuántos miércoles hay de aquí a mañana?

Beto rió ante tal pregunta, y con propiedad la ignoró.

- Doctor, si hubiera querido decir “mañana,” hubiera dicho “mañana.” El hecho es que se vence el próximo miércoles y no mañana. ¡Calmado! Tome esta copia y fírmeme aquí, si me hace el favor, y de paso recíbame estas otras también…

Tal despliegue de altanería le parecía insólito a Rubén, pero supo que no valía la pena ahondar esfuerzos para hacer entrar en razón a Beto, al menos no en ese instante. “Para eso habrá más tiempo después, si es que no me echan,” pensaba Rubén. Se dispuso, pues, a firmar el recibido de cada resolución, y el pingüe Beto desapareció lentamente de la escena, todavía riendo de satisfacción al sentirse, al menos momentáneamente, superior a uno de sus superiores.
Rubén volvió a su escritorio a dejar el paquete de resoluciones a un lado y a leer con calma la resolución mediante la cual la Superintendencia de Industria y Comercio cancelaba por no uso el registro de marca TUTIPLÉN, cl. 31, en Colombia.

La resolución la comprendió casi en su gran mayoría, pero lo que no comprendía era por qué en dicho acto administrativo se señalaba que “el Capítulo V de la Decisión 486 reglamenta el tema de la acción de cancelación (…)”. ¿A qué se refiere la Superintendencia de Industria y Comercio – se preguntaba Rubén -- ? Una cosa es que en dicho capítulo se reglamente la acción de cancelación contra los signos distintivos, ¿pero a qué tema se refiere, cuando dice que reglamenta “el tema” de la acción de cancelación? ¿Qué “tema”? El de la acción de cancelación, claro. ¿Pero qué necesidad había de poner “tema” ahí? “El tema”, es decir, es uno solo, El Tema. ¿Será que las diversas instituciones jurídicas, las herramientas legales, y en general cualquier cosa, puede ser entendida analógicamente como una fuga musical, y que el tema en cada cosa se constituye en el elemento principal y esencial que compone cada fuga? ¿Será así? ¿Será?

La reflexión anterior le hacía imaginar a Rubén que todo esto de hablar de temas y referirse a todo como un tema es mucho más metafísico e intelectual de lo que él podía comprender. Se refiere, entonces, el tema a la esencia de cada cosa, a aquel elemento esencial, es decir aquel sin el cual cada cosa deja de ser para convertirse en otra totalmente ajena.

Una vez leída la resolución, y revisado el expediente de nuevo, Rubén ya creía contar con información suficiente para contarle la novedad antes relatada a Arturo. Decidió dejar las reflexiones sobre los temas en general y sobre éste en particular de un lado, a medio comprender, y a concentrarse en los motivos por los cuales TUTIPLÉN fue cancelada por no uso, revisando los argumentos de la Dirección de Signos Distintivos de la Superintendencia de Industria y Comercio, y las pruebas y argumentos radicados en su momento.

Así, subió las escaleras y fue hasta el despacho de su jefe. La puerta se encontraba abierta, y Arturo estaba hablando por teléfono. Éste vio a su subalterno al lado de la puerta, y le hizo un ademán de bienvenida con su mano derecha, mientras continuaba su conversación.

- Siíiií, sí, sí, sí… Siíií, sí, sí, sí… El tema es así. No, Juanchito, ¡faltaba más! Jajajaja… Sí, sí, sí, sí… Luego nos tomamos un café, o cuadramos almuerzo y le cuento de otro tema que me tiene inquieto… No, Juanchito, ¡ese es tema de otro costal! Jajajaja… Chino, lo dejo porque tengo que trabajar. En estos días le marco y… Sí… Me parece bien. Saludos a Juli y a los niños. Saludos… Chao.

Arturo colgó el auricular, y tan pronto como lo hizo, desdibujó de su rostro la gran sonrisa que sostuvo durante la conversación con Juanchito.

- ¿Cómo vamos con el tema?

Rubén no sabía qué decir, pero igual se lanzó al agua y preguntó.

- ¿La cancelación de TUTIPLÉN?
- ¿En qué va?
- ¿El no uso de la marca?
- ¿Ah?
- ¿A qué se refiere usted cuando me pregunta por el tema de la cancelación de TUTIPLÉN?
- ¿¿Pues qué tema va a ser??
- ¡Le confieso que no sé!
- !!!
- Me pide que le hable de un tema en relación con la cancelación de TUTIPLÉN, y pues no sé qué otro tema gira en rededor.
- No es un tema, ¡es el tema!
- ¿Se refiere a una canción?
- ¿Una canción?
- Sí… El Tema de la Cancelación de TUTIPLÉN…
- ¿Es que es tarado, Rubén? ¿Quién lo contrató?
- Usted, doctor, ¿es que no se acuerda?
- No cambie el tema, estamos en otro tema…
- Sí, es cierto, el tema…
- ¿Qué? ¿Ahora sí sabe de qué estamos hablando?
- Para serle franco, doctor, no. Temo que no comprendo.
- Se dice tema, Rubén.
- ¿Tema que no comprendo?
- Usted no comprende nada, Rubén. Váyase.
- …
Sin comprender absolutamente nada, Rubén camina cabizbajo hacia su puesto de trabajo a continuar con sus labores, temiendo, o temando, que su jefe ahora lo ve como un inepto y que probablemente lo va a echar antes de que le paguen su primera quincena. Se creía lo suficientemente capaz de abordar una conversación profesional e inteligente con su jefe, pero el tema del tema le pudo. En efecto, nadie le había hablado del tema nunca antes en su vida. Ni sus papás, ni sus hermanos mayores, ni sus profesores en el colegio, ni aquellos de la Universidad. Esto del tema parecía bien complicado, incluso mucho más que las distinciones entre fuente, título y modo, que tantos dolores de cabeza le propiciaron en la facultad de Derecho. ¿Será por esto que Temis se llama así?

A esta altura de indagación intelectual, Rubén se percata de la siguiente conversación, sostenida entre dos de los socios de la firma, David y Laura, en la oficina de al lado de su puesto de trabajo.

- Hola “Déivid”, ¿cómo vas?
- ¡Bien! ¿Y tú qué? ¿Cómo vas?
- Muy bien, ¡al pelo!
- ¿Al pelo? ¿Al peluche?

Ambos ríen, y hasta lagrimean por esto último.

- ¿Te estás dejando influenciar por tus hijos entonces? ¿No debería ser al revés – pregunta David, todavía riendo -- ?
- Ay, sí, ¡yo sé! No, no, no, no…
- Ojo con lo que dices, Laurita – le advierte David en tono amable --, ¡ya no tienes quince años!
- Sí, “Déivid”, ¡ay, noooo! Jajaja… Pero noo, cuéntame, ¿en qué va tu tema?
- ¿Cuál de todos, Laurita?
- El tema de tu hija.
- Ah, ¡Silvia! Ella está bien, por fin adaptándose al curso, ya con amiguitas y todo…
- Qué bueno, ¡me alegra! ¿Y cuáles son tus otros temas?
- Pues yo tengo tres hijos, entonces tengo tres temas, ¿ves?
- Claro, los hijos son todo un tema…
- Tres temas en mi caso.
- ¿Un tema que se divide en subtemas?
- Sí, puede ser… -- David se toma la barbilla y reflexiona seriamente sobre este tema.
- Claro, porque cada tema puede comprender hasta varios temas a la vez…
- Cierto. ¡Laurita! ¿Y tú cómo vas con tu tema?
- Ah, muy bien, es muy inteligente, ¡más lindo mi gordito! El sábado pasado nos recitó a todos en la sala el “Juan Matachín”, ¡una ternura! Y el domingo por la mañana…
- No, Laurita – interrumpe David --, el otro tema, el de ACUPLENDI…
- Ah, ¡EL Tema! ¡Ese sí va mal! No sé qué voy a hacer, ¿cómo voy a resolver este tema, “Déivid”? ¿¿Cómo??
- Calma, Laurita. Precisamente encontré un par de sentencias que creo te ayudarán a resolver el tema.
- ¿En serio, mi “Déivid”?
- Sí, ya te los mandé al “meil”. Les echas un vistazo y conversamos si te parece. ¿Cuándo se te vence el tema?
- Como en veinte días, mi “Déivid”. ¡Súper lindo! ¡Me quitas un tema de encima!
Laura se abalanza sobre David y le da un beso de varios segundos en la mejilla izquierda.
- Para eso estamos aquí, Laurita, ¡para resolver temas!
- Vale, voy a mirarlos ya mismo y cuadramos para lunch en estos días, ¿te parece?
- Vale, voy a estar aquí todo el día, por si acaso.
- Chaíto, hablamos más rato.
- Tema.
- Tema, tema.

Sentado en su silla, en su puesto de trabajo, Rubén a duras penas podía creer sus oídos. Escuchó atentamente la anterior conversación sin comprender la mitad de lo que dijeron. No estaba seguro de si se trataba de algún tipo de lenguaje cifrado, en el cual las palabras clave o realmente importantes eran remplazadas por “tema”, advirtiendo que había un intruso escuchando la conversación. En todo caso, Rubén sintió que si algún día iba a ser socio de la firma, estaba muy lejos de lograrlo, claro está, si es que para serlo era menester dominar a la maestría el uso y concepto del “tema”.

Así, pues, rápidamente salió Laura del despacho de su colega David, y divisó a Rubén en su puesto.

- ¡Hola Rubiel! ¿Cómo vas?
- Sí, h… Eh.

El recién graduado primero iba a saludar a Laura y a responder la pregunta, pero al escuchar que lo llamaron por un nombre que no correspondía, pensó en corregirla al instante. Ella, naturalmente, no se detuvo a escuchar respuesta alguna y se desvaneció por completo al cabo de unos cuantos segundos, siendo perceptible sólo a través de un constante y veloz taconeo que igualmente se desvanecía, aunque más lentamente que su imponente presencia visual.
¡Qué preocupación la que embargaba al joven Rubén! Si así es como se expresan los grandes y prestantes abogados, él estaba ciertamente en el primer peldaño de una gigantesca escalera, como aquella que La Novia tenía que subir para llegar finalmente a recibir enseñanza en artes marciales por parte del estricto Pai Mei. De igual manera, pensaba Rubén, y tal como en el caso de La Novia en “Kill Bill”, llegar hasta la cima, por difícil que pareciera era lo de menos, pues lo realmente complicado está en la cima.

Timbró entonces el teléfono en el puesto de Rubén. Vio en la pantallita del teléfono que se trataba de la extensión proveniente del despacho de Arturo. Titubeó por un segundo, y contestó.
- ¿Aló?
- Rubén.
- Señor.
- ¿Ya se calmó?
- ¿Señor?
- ¿Ya entiende el tema?
- ¿El tema en general?
- ¡TUTIPLÉN, Rubén! ¡TUTIPLÉN!
- La marca fue cancelada totalmente, doctor.
- Eso me acaba de contar Beto. ¿Tiene la resolución?

Al escuchar esto, Rubén sintió un breve alivio, al saber que finalmente había dado en alguno de los clavos, al menos.

- Sí señor, acá la tengo, ya la leí.
- ¿Y bien? ¿Cuál es el tema?

Otra vez, la incertidumbre se apoderó de Rubén. Sin embargo, como se encontraba en el inicio de una “buena racha,” no titubeó y respondió lo primero que se le vino a la cabeza.

- La cancelación por no uso de la marca TUTIPLÉN.
- Rubén.. Hermano…

Rubén se moría de pánico, pues efectivamente podía sentir la mano de Arturo dirigirse violentamente hacia su propia frente, en evidente señal de reprobación. Al mismo tiempo, escuchó a Arturo pujar con violencia al otro lado de la línea.

- ¿Es que usted es ruso? ¿Dónde nació usted?
- En Zipaquirá, doctor.
- ¿¿Y es que en Zipaquirá no hablan español??
- Doctor, estoy tratando de contestar a su pregunta…
- ¿¡Me está diciendo que no hablo claro!? ¿¿Es mi culpa que usted no me entienda??
- Para nada, doctor…
- Bah, ése no es el tema, otro día nos sentamos a hablar sobre el tema con calma pues evidentemente se trata de un tema importante que no da mucha espera… Tendremos que aplazar varios temas para tratar su tema antes que otros temas que también son bien importantes, y resolverlo con urgencia, pero ahora concentrémonos en TUTIPLÉN. Vamos al grano: ¿¿¿Qué dice la resolución???

Con los ánimos bien alterados, la presión arterial en vertiginoso ascenso y con copioso sudor en su frente, sus axilas y en la palma de sus manos, empezó a agitar nerviosamente su pierna izquierda de arriba hacia abajo, anclando con fuerza la punta de sus dedos en el suelo, de modo que la agitación se manifestó en todo su ser.

- Eh… Dice que la marca se cancela total… Totalmente…
- ¿¿Totalmente??
- Sí señor, totalmente…
- ¿¿Totalmente?? ¿¿Qué dicen sobre las pruebas que aportamos??
- Dicen que… Las pruebas no son suficientes para… Eh… Demostrar un uso mínimo suficiente en el mercado específico de comida para perros.
- Pero es que Rubén, ¿qué se supone que es un uso suficiente? ¿Es que acaso todas las marcas deben vender de a trescientos mil millones de pesos al mes para que no las cancelen? No todas las marcas tienen por qué ser notorias ni renombradas, ¡por Dios bendito! ¿Y qué parámetro tomó la Superintendencia para definir que las ventas de TUTIPLÉN no son suficientes? ¿Con qué lo compararon? ¿Qué sabe la Superintendencia del mercado de comida para perros? ¿Qué piensan en esa Superintendencia? No, no, no, no…
- Doctor, estoy de acuerdo con usted… Creo que deberíamos presentar recurso…
- ¿¿Cree que deberíamos presentar recurso??
Todas las manifestaciones de nerviosismo se acentuaron ante esta pregunta, la cual Rubén no sabía cómo interpretar exactamente.
- Pues…
- ¡¡Pues claro que hay que preguntar recurso!! Eso no se duda, Rubén. Así no haya argumentos para presentar recurso, siempre hay que hacerlo si la decisión no nos conviene, ¿entiende? Es por instrucción expresa del cliente y así hay que hacerlo.
- Entiendo, pero – replicó Rubén, frotándose sus sudorosas manos contra su pantalón, sosteniendo el auricular entre su hombro y su rostro, pero su jefe no le permitió continuar --…
- Hay que presentar recurso, de reposición y apelación subsidiaria. Pedro, el paralegal que había antes, y quien siempre entendía lo que yo le decía (¡en qué momento nos abandonó este muchacho!), dejó en su computador una carpeta con modelos de recursos y otro tipo de memoriales, entiendo que usted ya sabe de qué le hablo. Tome uno de esos archivos y empiece a trabajar en el recurso de inmediato.
- Sí señor.
- Yo sé que el tema se vence el próximo miércoles, pero el tema hay que presentarlo hoy mismo, para incluirlo en el reporte de Rubisam, tenemos reunión sobre el tema a las 4:00pm, entonces el tema es que el tema deberá radicarse antes del mediodía, para que tengamos copia del tema aquí en la oficina sobre las 2:30pm de la tarde, así que papito, coordine con Beto a ver cómo harán el tema y a trabajar, ¿me entiende? ¡Pa’ntier!

De esto último, fue poco lo que Rubén alcanzó a escuchar, pues sus señales de nerviosismo finalmente llegaron a un nivel tal que provocaron un colapso en su interior, de manera que su sistema endocrino se desestabilizó por completo. Involuntariamente, se orinó en sus pantalones, su pierna izquierda se desancló de manera tal que perdió todo control, y de repente se oyó una explosión al interior del bufete.

- (¡kabum!)

Por puro reflejo y con alto grado de repugnancia, Arturo retiró su oído del auricular, y lo miró con desconcierto.

- ¿Qué fue eso – preguntó Arturo para sí, mientras bajaba la escalera hacia el puesto de Rubén -- ?

Arturo bajó, y antes de llegar escuchó un terrible grito por parte de Laura. Cuando llegó al puesto de Rubén, ya estaban allí David, Laura, Beto, Yudith y otros miembros de la firma, mudos, sosteniendo sus bocas con indignación y asco. Las paredes, el computador, y en general todo el puesto de trabajo de Rubén lucía salpicado por líquidos rojos, anaranjados y de otros tonos indescriptibles, e igualmente de partículas semisólidas de texturas gelatinosas. El cuerpo inmóvil de Rubén yacía sentado sobre su silla, reposado sobre el espaldar, con la pierna derecha enderezada, la izquierda extendida hacia delante, el brazo izquierdo colgando libremente desde el hombro, y la mano derecha reposada sobre el escritorio, sosteniendo rígidamente el auricular. Pero sin duda, lo más aterrador era que el cuerpo carecía de cabeza, pues había estallado en mil pedazos. En efecto, el cuerpo, que estaba vestido de saco y corbata, tan salpicado de líquidos y cosas indescriptibles al igual que el resto de la oficina, terminaba en un orificio donde antes estaba su cuello, por el cual se asomaban un par de vértebras, venas rotas, músculos viscosos y tejidos.

Desconozco con exactitud los motivos clínicos que provocaron la prematura muerte de Rubén. Los mismos serán objeto de estudio en la autopsia esta tarde. Es decir, serán tema de otro costal.


22 abr 2011

Acerca de Los Archivos de Stanley Kubrick





Era una oscura tarde de domingo, aquella en la que me dirigía al Cinema Ópera Plaza a ver “La Insoportable Levedad del Ser”, bajando desde la Carrera Décima con Calle Veintiséis, cuando me detuve por unos instantes en la vitrina del almacén oficial de Taschen®, pues la visión de un gigantesco libro me paralizó por completo; era un libro de dimensiones dantescas titulado “Los Archivos de Stanley Kubrick”. Era de aproximadamente cuarenta centímetros por treinta, con una portada en rojo y negro, de tapa dura, y debía de tener por lo menos quinientas páginas, todas llenas de imágenes de magníficas películas que había visto, como por ejemplo, alguna foto de Keir Dullea, haciendo la formidable y siempre bienvenida kubrickian stare, dirigiéndose hacia la inminente desconexión de HAL 9000; probablemente también debía de incluir una imagen de toda una página de Malcolm McDowell, agachado, con las manos en la espalda y con una malvada sonrisa, a punto de escarmentar con un cuchillo al siempre sonriente y desmedido Dim, sin cortar uno solo de sus “principales cables”, y por supuesto, tenía que tener fotos de Jack Nicholson aterrorizando al resplandeciente Danny y a Shelley Duvall en aquél endemoniado hotel abandonado.





“Tiene que ser mío…”, pensé, y efectivamente tenía que ser mío, de manera que destrocé el vidrio que me impedía unirme a mi libro, dándole un puntapié con mis botas de punta metálica. Ya nada nos separaba, y por ello me acerqué a sacarlo, pero ¡qué libro tan pesado! Y así era como debía ser, dadas las dimensiones que describí más arriba… Debía de pesar unos siete kilos, pero no se me ocurrió pensar en eso antes de ponerle mis manos encima. “Los Archivos de Stanley Kubrick” se convertiría en mi nuevo objeto de culto, despojando de tal honor a otro libro de Taschen®, titulado “Cine en los Noventa”, bastante bueno por cierto, pero ni siquiera todos los cineastas más representativos de los noventa juntos pudieron superar la genialidad y astucia de Stanley Kubrick, toda consignada en cientos y cientos de imágenes en el libro que en ese momento tenía en mis manos. No obstante lo obvio que podría parecer, no se me ocurrió pensar en que el alboroto causado por el destrozo de la vitrina y la respectiva alarma que se disparó instantáneamente, iban a llamar la atención de los transeúntes que se encontraban a medio kilómetro a la redonda.





Así las cosas, se me acercó un joven de gafas, pelo largo y mochila, a decirme que pusiera ese libro en su lugar, y así lo hice: le descargué siete kilos de peso y unos newtons de más en la raíz de la nuca, imaginando por supuesto “La Urraca Ladrona” de Gioacchino Rossini como música de fondo, noqueando ipso facto al cheloveck descrito anteriormente, mis grandes y únicos amigos, y me sentí increíblemente joroschó con tal despliegue de ultraviolencia.





En ese momento una devotchka empezó a gritar, y los millicents se apuraron para apresarme, pero no, no podía dejar que me despojaran de un libro que había sido mío desde siempre, aún antes de su concepción; entré en crisis por unos instantes, pero a la distancia pude escuchar un estéreo desde el cual retumbaba “21st Century Schizoid Man” de King Crimson; lo tomé como una señal que Bog me enviaba, y videé de inmediato qué era lo que tenía que hacer: lanzarme al vacío, unirme con “Los Archivos de Stanley Kubrick” e inmortalizarme eternamente. De este modo me lancé del puente de la Carrera Décima sobre la Veintiséis, caí contra el duro asfalto destrozándome innumerables huesos, y además, para completar, un camión terminó el trabajo de matarme.





A diferencia de lo que ocurre en “La Naranja Mecánica”, yo sí morí, y estoy escribiendo esta historia desde mi propio mundo, apreciando “Los Archivos de Stanley Kubrick” sin que nadie me perturbe, admirando fotos de Ryan O’Neal en majestuosos paisajes centro-europeos y vestido al último grito de la moda del siglo XVIII, de las distintas personalidades de Peter Sellers como presidente de los EE.UU. y como el Dr. Strangelove, de Vincent D’Onofrio en su escalofriante última ida al baño, y por supuesto de Tom Cruise inmerso en las situaciones acontecidas en una extraña (¿o común?) noche neoyorquina, y así sucesivamente hasta el fin de los tiempos, for ever… And ever… And ever…

Acerca de los Irrelevantes Hechos que Ocurrieron al Final de una Noche Chapinerina

En el preciso instante en que abruptamente se interrumpe la emisión del vídeo de “House of Pain” de Faster Pussycat, y se encienden las brillantes luces en todo el recinto, los pocos individuos que aún quedan en el bar toman conciencia de que han pasado dos horas y veinticuatro minutos desde que empezó el día. Acto seguido, tan seguidamente como el alcohol en la sangre les permite deducir, entienden el tajante e irreprimible mensaje que quienes llevan las riendas del recinto quieren comunicar obviando el uso de palabras habladas.

Algunos cuantos, obedientemente, se acercan a la barra y solicitan el uso del teléfono para llamar a una empresa de taxis; otros cuantos evacuan, caminando lentamente por la puerta principal, pero un individuo, sólo uno de los aproximadamente quince que se encontraban en el bar en el momento del cierre, decide omitir el mensaje tácito y mantenerse inmóvil en su sitio, inclinado sobre la mesa, mientras contempla la estática pantalla azul en la que se proyectaron decenas de videos hasta hace unos minutos.

A pesar de haber bebido dos jarras de cerveza, acompañadas por uno o dos puñados de maní picante, Raúl aún mantiene su lucidez, pero desea que por una vez en la vida los encargados de cerrar el recinto al público se le acerquen y le informen expresamente sobre la situación, y además le ofrezcan disculpas. ¿Por qué tienen que cortar las canciones y prender las luces tan groseramente? ¿Por qué interrumpieron la canción si aún no eran las dos y media? Y aun cuando fueran las dos y media, ¿qué les cuesta dejarla hasta al final? ¿Será que creen que por estar algo borracho perdí mi visión de lo real y no merezco respeto? ¿Es que acaso mi dinero no vale?

Pasados unos cuántos minutos, el único consumidor presente es Raúl, un flaco de un metro ochenta, lentes para la corrección de una leve miopía, de pelo negro a ras del cráneo, vestido con ropa que bien podría ser tanto setentera como noventera, quien observa cómo los cuatro meseros, antes que acercársele a ofrecerle las tan anheladas disculpas, empiezan a subir las sillas sobre las mesas. Es sencillamente otro mensaje entre líneas, con el cual buscan reiterar el primer mensaje. Estos manes quieren echarme al tiempo que me ignoran... Qué vergüenza...

Sólo faltan por levantar las sillas de una sola mesa. El empleado elegido por designios del azar, titubea unos instantes al costado derecho del joven solitario, quien sigue contemplando el azul electrónico de la pantalla.

- Disculpe...

Voltea la cabeza, observa al mesero de un metro sesenta, pelo negro y crespo, ojos esquivos y piel morena, con ira inquietante, y endereza su cuerpo hasta quedar sentado como nos enseñaron nuestras madres, sin retirar la vista de aquél rostro.

- Quiero hablar con el administrador.
- No señor, no se encuentra. Sólo viene los miércoles y los viernes – dicho al tiempo que con su cuerpo comunicaba ademanes de impaciencia por subir las sillas a la mesa y poder ir a su lejana casa, posiblemente ubicada en Villa Luz o más allá, a dormir lo merecido después de una extenuante jornada.

Raúl inclina la cabeza y reflexiona sobre la situación. El cansancio, de repente, hace mella en sus ínfulas de quejoso, y adicionalmente, de reojo, se entera de la atención que le prestan los otros tres meseros a unos cuantos metros de sí, preparándose para la eventual lid con el borracho de turno. Piensa en comunicar su anhelo al mesero que tiene en frente, pero es fácil suponer que la demanda a incoarse será irremediablemente resuelta con un “sí, claro, para la próxima,” lo que equivale a un rechazo de plano, fundamentado en el estado de embriaguez del accionante.

- Bueno... Gracias…
- Que esté bien, que vuelva.

Bendita idiotez. Armó la escena para al final dar las gracias. Para esa gracia, se hubiera ido con los demás cuando se encendieron las luces, y habría sufrido menos humillación. Raúl lo sabe perfectamente, y por eso sale aburrido del bar. La había pasado maravillosamente toda la noche, cantando al son del pop metal de los ochenta y uno que otro flirteo con el rock moderno, pero el esplín se apoderó de su ser en unos cuantos instantes. A pesar de tal sensación de humillación y frustración, el siguiente paso ahora es comer algo, y con tal objetivo en mente, camina un par de cuadras en el frío, nublado y desolado Chapinero, consciente de que no será fácil encontrar un establecimiento decente abierto a esta hora, y de que en la casa sólo va a encontrar un huevo, un par de galletas de sal y agua de la llave. Raúl disfruta de la niebla y de la desolación, pero desea volver pronto a su casa, pues olvidó ir al retrete antes de salir del bar, descubriendo de tal forma que ése fue el supuesto cansancio que lo invitó a salir del antro con la cola entre las patas. Desea orinar desde hace veinte minutos, pero una seguidilla de conocidas canciones cuyos videos jamás había visto, “House of Pain” de Faster Pussycat incluido, y las ideas detonadas por su interrupción súbita, le impidieron satisfacer su necesidad orgánica dentro del bar. Ante tal escenario, encuentra un carrito de pizzas atendido por un joven de cachucha roja y bata blanca.

- Una de carnes, por favor.
- Sólo tengo de pollo con champiñones... Las dos últimas.
- Bueno… Listo. Una por favor.

Efectivamente, en la bandeja de pizzas sólo había dos rebanadas, y las dos eran de pollo con champiñones. Raúl solicitó carnes por puro instinto, sin pensar y sin observar la bandeja de pizzas. Cuando el joven de cachucha roja amablemente le puso los pies sobre la tierra, titubeó unos cuantos instantes. La verdad es que le encanta el pollo, pero los champiñones nunca fueron de su agrado. Sin embargo, al contar con suerte de encontrar comida callejera a esas alturas de la madrugada, no tuvo más remedio que acceder a la oferta disponible, no sin dejar de lado cierto titubeo. Tiene muchas ganas de orinar, y considera hacerlo en el muro, detrás del poste de luz, pero prefiere abstenerse de tal conducta por puro respeto al otro integrante del cuadro, aún cuando a éste en realidad le habría importado un sieso. Mientras la pizza se va calentando en el horno, Raúl recuerda que en un puñado de ocasiones ha comido satisfactoriamente pizza sacada directamente de la nevera, y se arrepiente de no haber pedido que se le entregase así no más, sin calentar. Casi inmediatamente después recapacita, y piensa que es mejor que se la sirvan caliente por cuestiones de salubridad, aun cuando su nivel de escrúpulos es equivalente a cero. Así las cosas, el joven de cachucha roja advierte que la rebanada de pizza se encuentra lista, y la saca directamente del horno para ofrecérsela a Raúl.

- Gracias...

Lleva pues la rebanada directo a la boca y así se quema el paladar. No obstante, y sin exhalar exclamación alguna, la mastica y la digiere raudamente, pues a pesar de su lucidez, las ganas de orinar y el alcohol alojado en su organismo no lo autorizan a distraerse con el dolor y el fastidio provocados por la herida, más allá de la impresión inicial. Las siguientes pruebas de pizza se degluten eludiendo el área afectada con relativo éxito, con la mala fortuna de que no hay pasante alguno que funja como sucedáneo de anestesia.

Al terminar el desechable alimento, da las gracias de nuevo y se echa a correr tan rápido como su vejiga se lo permite, para llegar lo más pronto posible al apartaestudio que hace las veces de su hogar, a unas nueve cuadras de distancia. Con todos sus pensamientos dirigidos a la evacuación de su vejiga, su percepción de la realidad se ve ligeramente trastornada. Dejando de lado ciertas imperfecciones, sus sentidos estaban sanos, mas su cerebro no prestaba atención alguna a la información que provenía de su rededor. Mientras sus oídos perciben el acelerado y constante choque de un ajeno par de pies contra el asfalto, que va acercándose progresivamente, y sin desacelerar su propio correr, su cerebro se entretiene con escenas de películas donde algunos de sus protagonistas van corriendo, en particular, el steady cam de Marlon Wayans en “Réquiem por un Sueño” de Darren Aronofsky, o a Leonardo DiCaprio y a Mark Whalberg en “The Basketball Diaries” de Scott Calvert, ambas escenas al son de una canción punk que musicalizó una propaganda de casetes Sony CD-It, emitida por un corto lapso en MTV por allá en 1996, combinación maquinada por su cerebro para el momento en aras de entretenerle en su todavía naciente travesía, a falta de un iPod, discman, walkman o similares.

Pero por más entretenido que se encuentra Raúl en estos momentos, su cerebro recibe una información que no puede ignorar exitosamente, como lo había logrado hasta ese instante con los pasos descritos atrás, unos gritos monosilábicos que igualmente se escuchaban paulatinamente más fuertes, y un vaho repugnante de heces líquidas que algún impudoroso estampó en algún muro detrás de algún poste de luz. En efecto, ahora mismo un par de manos está aprehendiendo tenazmente a Raúl de los hombros, obligando una interrupción no meditada de la función mental que estaba presenciando, precipitándose de bruces contra el suelo y volviendo a la realidad que su sangre alcoholizada le permite presenciar.

- ¡Quihubo pues pirobo! ¡A mí no se me vuela!

Raúl, atónito y consternado, a penas ahora comprende lo que ocurre. Mientras reconoce la voz del joven de la cachucha roja, todavía expeliendo arengas, insultos sin sentido y amenazas, se avergüenza de haber echado a correr habiendo olvidado el pago de mil doscientos pesos por concepto de la hiriente rebanada de pizza de pollo con champiñones. Se voltea, pues, avergonzado, se sienta en el suelo y hace señas con su mano izquierda, invitando al joven de cachucha roja a que detenga su verborrea, mientras indaga su bolsillo derecho con la restante mano.

- Oiga, ¡qué pena! Es que estoy borracho y no sé lo que hago... Se me olvidó pagar,
no quería irme sin pagar... Vea...

Le entrega un billete de dos mil pesos, aún sentado en el suelo, al con razón iracundo joven de cachucha roja, flaco y verdaderamente joven, pero fuerte como sus necesidades se lo exigen.

- Coma mierda...
- Gracias...

El joven se aleja de la escena, aún iracundo y caminando rápidamente hacia el carrito de pizza que dejó abandonado dos cuadras atrás. Raúl, todavía sentado en el suelo, y ahora con el esplín otra vez en primera plana, no sabe si reclamar los ochocientos pesos que ahora le debe el joven de la cachucha roja, o dejárselos como compensación por exponer el carrito de pizza a los peligros de la noche. A su creciente aburrimiento se le añade, entonces, el urgente clamor proveniente de su vejiga, clamor que determina a Raúl a abandonar su acreencia, a reincorporarse y en volver a casa. A trote lento llega, pues, a su apartaestudio.

- Buenas Eleodoro.
- Bien, gracias...

El portero abre la puerta para dejarle entrar. Se dirige al ascensor, el cual para su fortuna se encuentra en el primer piso, ingresa, pulsa el botón cuatro, se cierra la puerta y en un santiamén se abre la puerta de nuevo. Raúl baja y se dispone a entrar a su apartamento, a dos pasos del ascensor. Al sacar la llave de su bolsillo con cierto trabajo, observa la puerta que tiene en frente y se da cuenta de que misteriosamente se encuentra en el tercer piso, gira ciento ochenta grados para encontrar el ascensor ya cerrado, y tras un nuevo respiro de frustración, prefiere subir lo que resta de escaleras hasta el cuarto piso. Por fin llega a su aposento, dirigiéndose inmediatamente al baño. Después de unos ochenta segundos, se lava las manos y la cara, se desviste y se echa a dormir, esperando que llegue prontamente el siguiente día, o cuando menos, que el que acaba de pasar acabe de pasar.

Hora y media después Raúl abre los ojos. Todavía está oscuro, todavía siente el alcohol en su sangre, y ahora siente que su paladar está insoportablemente pelado y ardiente. Vuelve a cerrar sus ojos en signo de lamentación, pero ya no podrá volver a los dominios de Morfeo sino hasta la siguiente noche. En este preciso instante Raúl aprecia y anhela la hasta entonces agradable e imperceptible ausencia de dolor, recordando cómo seis horas antes su paladar estaba aliviado y libre de molestias, pensando en cómo la mera ausencia de dolor puede llegar a ser placentera.

En este punto exacto, recuerda la “excusa” que le expuso al joven de cachucha roja. “Estoy borracho y no sé lo que hago.” Raúl sabe perfectamente que las dos jarras de cerveza no habían sido el motivo por el cual se fue corriendo al terminar la pizza. Fue simple y llana torpeza, y hubiera ocurrido así aún en su más despierta y perita lucidez, pues la torpeza, en Raúl, no conoce obstáculos.

Quejándose mentalmente de los diversos sucesos del final de la noche, llega a la conclusión de que no hay más alternativa que salir de la cama y dirigirse a la cocina a tomar agua de la llave, y así calmar tanto como pueda la tediosa quemadura, ad portas de una nueva mañana en el Distrito Capital.

21 abr 2011

Acerca de mi Más Patético Despertar


Se trataba de la despedida de Sánchez, pues se iba a estudiar por un año a Ámsterdam, y dicho evento se celebró un viernes de agosto de 2005. Estábamos en Chapinero Alto, en la casa de Ana Tévez el susodicho Sánchez, Roberto, Carolina Jaramillo, un man más que acompañaba a ésta última, Ana Tévez y el suscrito. Estuvimos oyendo rock en español, sentados en el suelo, comiendo empanadas, patacones y fritos similares con ají, pasando con Tang® de naranja, y tomando aguardiente. Recuerdo que la tal Carolina Jaramillo, sin estar borracha y muy temprano en la noche, le lanzó un cuchillo al joven Sánchez sin ningún motivo y sin dar una explicación satisfactoria al respecto.

Efectivamente, estábamos todos sentados en el suelo, comiendo y bebiendo, cuando Sánchez vio la necesidad de usar un instrumento adicional para untar de ají a sus empanadas, como por ejemplo una cuchara. Carolina Jaramillo, pues, se ofreció a pararse y buscar una cuchara, y al cabo de unos segundos, estando ella parada y Sánchez sentado, le tiró un cuchillo, como si la intención fuera que Sánchez lo atrapara en el aire. Naturalmente, éste en medio de la sorpresa y mientras masticaba una empanada, vio cómo el cuchillo se dirigía a él y finalmente cayó sobre su regazo, sin haber generado ninguna herida.

Atónitos todos los presentes, dirigimos nuestras miradas a Carolina Jaramillo, quien no paraba de reír, y quien todavía permanecía de pie. “Ay, Ana, es que no encontré las cucharas entonces traje un cuchillo…” fue lo único que atinó a decir. Ana Tévez se levantó asombrada y buscó en la primera gaveta de la izquierda, donde generalmente se encuentran estos utensilios y ciertamente no había una sola cuchara. Pero al lado del fregadero de la cocina se encontraban unas cuantas cucharas, ya secas, que Carolina Jaramillo debió haber divisado sin problema alguno. Cuando Ana Tévez volvió con la cuchara, Carolina Jaramillo se sentó mientras volvía a estallar en risas, y todos los demás, incluido el estupefacto acompañante de ésta, decidimos ignorar de momento dicho evento por el resto de la velada.

Ya bien entrada la noche y bien entrados los tragos, recuerdo que estuvimos cantando en un tono asaz descoordinado “La Despedida” de Fito Páez, como una sucia, oxidada y borracha orquesta. Al terminar dicha canción, ya se hacía claro que la fiesta había acabado y todos debíamos dormir. Carolina Jaramillo y su acompañante cuyo nombre no recuerdo se habían marchado mucho antes de tal espectáculo, y Roberto y yo nos quedamos a dormir en la sala del pequeño apartamento de Ana Tévez, aunque no recuerdo si esta situación se había acordado así desde el principio o si fue algo improvisado, dado el patético estado de borrachera en el que nos encontrábamos. Se me ocurre que el plan inicial era que yo iba a pasar esa noche en la casa de Roberto, quien en ese entonces vivía bastante cerca, pero terminamos ahí mismo, en el escenario principal de la despedida.

La anfitriona sacó un colchón, unas sábanas y un par de almohadas para Roberto y para mí, acto seguido ella entró en su cuarto con Sánchez y ambos se despidieron, previo a cerrar la puerta tras ellos. Acto seguido, tanto Roberto como yo nos echamos a dormir, o al menos eso me pareció.

Un par de horas después, aproximadamente a las seis de la mañana, no hubo más remedio que abrir los ojos y despertar. Las cortinas que cubrían las ventanas, las cuales daban directamente al Oriente de Bogotá, en efecto sólo servían para obstruir la visibilidad del ojo humano, mas no al rey sol, quien entró y cubrió de luz toda la sala sin pudor alguno, como Pedro por su casa.

Lo primero que sentí fue que mi vejiga estaba bastante llena y ansiosa por liberarse, así que me restregué los ojos con ambas manos y procedí a ponerme de pie. El apartamento tenía a mis espaldas las mencionadas ventanas, a mi izquierda el comedor y la cocina, en frente a la izquierda tres puertas, y en frente a la derecha la puerta principal, la que daba entrada al apartamento, y en frente de ésta un sofá azul, es decir, a mi izquierda.

Lentamente caminé hacia delante, y de entre las tres puertas que estaban juntas escogí la primera de izquierda a derecha. Procedí a abrirla y efectivamente se trataba del baño, tal como yo creía recordar en el momento. La de la mitad era la del cuarto de Ana Tévez, y la del extremo derecho era la de su hermana. Parado enfrente del inodoro, pues, intenté bajarme el pantalón para orinar, y de repente noté que no tenía nada qué bajarme, pues mi desnudez era absoluta.



!!!

Entré en un estado inicial de conmoción, pues era la primera vez que me demoraba tanto en percatarme de mi desnudez, y no es mi costumbre dormir así. Sin embargo me calmé, evacué mis líquidos en el inodoro, tratando de hacerlo antes de que alguien más viera cómo soy en realidad. Instintivamente, al terminar, mandé la mano a soltar el agua del tanque, pero me detuve justo antes de llegar. Soltar el agua ante tan sepulcral silencio podría alarmarlos a todos, pero la idea de dejar mis heces flotando por ahí tampoco era (¡ni es ni será!) agradable, así que di un respiro hondo y solté el agua.

Abrí la puerta, sintiendo el sol mañanero quemándome los ojos al mismo tiempo que empecé a sentir un extraño frío en todo el cuerpo, frío que no había sentido ni durante el agasajo ni durante la noche. Naturalmente, el efecto del alcohol se estaba evaporando y rápidamente mi cuerpo estaba empezando a desatrasarse de todo el frío de debí haber sentido en mi desnuda noche.

Además del sol mañanero, vi a Roberto tendido en el colchón, dormido todavía, y en frente de la puerta principal encontré un morro de ropa, donde alcancé a identificar mi pantalón, de modo que me dispuse a ponérmelo de nuevo. Me puse los bóxer y el pantalón sin problemas, pero debajo, al levantar mi camisa, vi una horrible sorpresa en ella: Vómito, horrible, putrefacto y anaranjado, esparcido en mi camisa, en mis medias y según vi inmediatamente después, en la punta de mis tenis, los cuales yacían al pie del sofá, justo al lado de una piscina producida por mis tripas, según me pareció en el instante. Solté la camisa de inmediato y me llevé la mano derecha a la boca, estupefacto, pues nunca antes me había asqueado tanto con mis propios deshechos.

Reflexioné un instante… ¿Será éste mi vómito? En aquel momento no sentía traumas post-nauseabundos, pero el vómito estaba solo en mi ropa. Roberto estaba vestido y dormido, sin charcos putrefactos en su rededor. Me vi obligado a recapitular y tratar de recabar más a fondo en mis memorias.

Lamentablemente para mí, para Ana Tévez y quien quiera que se haya encargado de la situación a fondo, en realidad no me dormí inmediatamente después de que ella entró a su cuarto con Sánchez, al final de la celebración. En efecto, la mezcla de aguardiente con Tang® de naranja generó una abominable reacción en mi aparato digestivo y tuve la necesidad de desparramar dicho producto gástrico en el lugar más cercano posible. Aparentemente mi borrachera no me dejó buscar un lugar más apropiado que el espacio enfrente del sofá azul de la entrada.

Parecía lógico que ni siquiera en mi más enlagunada borrachera yo pudiera soportar el hedor de mi propio vómito, por lo que no sólo me quité la contaminada camisa, sino también los tenis, el pantalón, los bóxer y las medias, para mayor seguridad.

No recuerdo qué pasó después de ese momento, pero ya no importaba. Lo importante es que el vómito era mío y yo debía limpiarlo. Un poco desorientado por las asquerosas piscinas digestivas que dejé, me dirigí a la cocina para buscar algo con qué limpiar, y lo primero que vi fue un viejo trapo de lana colgado en el tendedero de la ropa, para empezar a fregar el suelo, y un recogedor de basura, y fue con estas herramientas que me dirigí a la escena del crimen y empecé a limpiar, dada la ausencia de otras más aptas para la tarea.

Admito que un par de veces, con motivo de sendas borracheras, vomité en las calles de mi pueblo natal, pero esta era la primera vez que vomitaba en una casa sin usar el baño, lo cual me hacía sentir bastante mal, sin contar con que cada segundo que pasaba me hacía sentir más y más frío, pues descalzo en aquel suelo de embaldosado, sin camisa y sintiendo en un instante todo el frío que debí haber sentido y que ciertamente acumulé en mi desnuda noche.

Cuando ya estaba a punto de terminar, solté un momento el trapo y me senté en mis piernas para descansar un momento, sintiendo, además del frío, la desazón del guayabo y el oxidado sabor a aguardiente con Tang® en mi boca y garganta, que por poco despertó nuevas náuseas, por lo que traté de concentrarme en terminar de limpiar mis evacuaciones orales. Sin embargo, al retomar el “trapo” de lana con que estaba limpiando, noté que tenía una abertura bien definida, y que tenía un fondo bien definido, como si fuese una media.

Efectivamente, se trataba de una media bastante femenina y que ya había absorbido una gran cantidad de jugos gástricos procesados. Dirigí una mirada al tendedero y vi que, efectivamente, otra media igual a la que tenía en mi mano yacía tendida ahí.


!!!

Me quedé sin palabras y sin pensamientos por unos diez segundos. Se trataba de un par de medias, tal vez de titularidad de Ana Tévez o de su hermana. No obstante, ya el daño estaba hecho, de modo que un poco más de vómito no haría diferencia alguna en la ya estropeada media, por lo que continué limpiando el suelo y mis tenis para dejarlos lo más limpios que pude, dada mi patética condición.

El siguiente paso a estas alturas era llevar el recogedor de basura y descargarlo en el fregadero, lo cual me pareció lo más sensato en ese momento. Descargué, pues, el abominable producto de mi ser en el fregadero, y el miserable se quedó ahí. Abrí la llave del agua, y nada que el miserable se dejaba evacuar. Ante este escenario fue que escuché el saludo de Sánchez, quien venía de atrás, e indagó por el estado de mi patético ser. Me di vuelta para saludarle, sin levantar la cabeza por supuesto, y aquél, al ver tan repugnante espectáculo estalló en risas.

Le relaté a Sánchez lo que hasta ahora he relatado a ustedes, y no paraba de reírse de mí. Roberto despertó, y Sánchez le relató lo ocurrido, riendo también, pero sólo después de darse cuenta y cerciorarse de que él se encontraba limpio, libre de mis productos líquidos. Fue en este momento que Sánchez confirmó que la media que usé era de la hermanita de Ana Tévez, a quien yo jamás había visto en mi vida.

Ya con más que suficiente ilustración, Sánchez me prestó una horrible camiseta amarilla para cubrirme medianamente del frío al igual que unas medias, al tiempo que me ofreció desayuno, todo esto sin dejar de reír y hasta lagrimeando. A este último ofrecimiento me fue imposible acceder, pues la sola idea de ver a Ana Tévez después de semejantes desfachateces revolvía y restregaba mi ego contra mi propio vómito. El tal Sánchez trató en vano de convencerme que todo lo que me había ocurrido era perfectamente normal y que a Ana Tévez no le iba a importar, pues precisamente el sábado era uno de los días que su empleada iba a la casa a hacer el aseo.

Así fue como procedí a irme de la casa de Ana Tévez, deseándole muchos éxitos a Sánchez en su travesía por los Países Bajos, a eso de las 8:00am del que fue uno de mis más horribles y desperdiciados sábados en la historia. Roberto, quien no tenía nada de qué avergonzarse, sí se quedó a prepararse desayuno. Caminé algo desorientado a una estación de transporte masivo, donde el solo roce de mi piel con la ropa que llevaba me producía un frío que me hacía tiritar como a una caricatura, el frío más perturbador que he sentido en toda mi vida. Un casi insoportable rato después llegué a la última estación; allí bajé y me dispuse a esperar por un buen tiempo el bus intermunicipal que finalmente me llevaría a casa.