25 dic 2011

Acerca De Lo Que Me Hace Sentir Bien

¿Ustedes se acuerdan del Canon en Re mayor de Pachelbel? Es una obra musical muy famosa, muy conocida, la pasan en películas y series de televisión con alguna frecuencia. ¿Se acuerdan de la escena de “La Naranja Mecánica” (la película, no el libro) en la que el Ministro del Interior entra a la cárcel y revisa la celda de Alexander De Large? Pues la música que está sonando ahí en el fondo es el Canon en Re mayor de Pachelbel. No, mentira… En esa escena suena es “Pompa y Circunstancia” de Elgar… También es muy chévere y muy famosa, ésa sí que la pasan todo el tiempo en películas, es la típica de los grados de colegio y universidad… A ver, ¿dónde es que ponen el Canon? Me acuerdo que Pet Shop Boys sacó una versión remezclada del Canon, pero creo que nunca la vendieron como sencillo. Se parece un poco a la coda instrumental de “Layla” de Derek And The Dominos… Miento, no es que se parezcan, es que me la recuerda,
ahora que lo pienso no sé por qué… Hmmmh.

En fin. Recuerdo el Canon en Re mayor especialmente no por lo anterior sino porque era la pieza que yo estaba preparando, en un arreglo para piano, para el festival de talentos que organiza anualmente el departamento de Bienestar Universitario de la Universidad de La Sabana. En ese entonces yo era docente en el departamento de humanidades de dicha institución, y eso me habilitaba para participar en el festival junto con los estudiantes y
funcionarios de la institución que quisieran inscribirse.

Llevaba años sin acercarme a las teclas de marfil, las cuales acaricié con disciplina y dedicación durante mis últimos cuatro años de colegio, pero que abandoné una vez vendí mi piano para poder viajar a Halifax a estudiar mi carrera universitaria. Estando allá no toqué una sola nota, y por alguna razón nunca me hizo falta, pero al volver a Colombia y empezar a trabajar fue que renació la necesidad de volver a tocar.

Me vinculé a la Universidad y empecé a ahorrar para comprarme un piano de nuevo,
pero mi ansiedad por volver a practicar me carcomía lentamente, ansiedad que creció enormemente al enterarme de este festival musical del que hablé más atrás. Fue el viejo Henry, el director del coro de la Universidad el que me contó extraoficialmente a mediados de julio de 2002, que la convocatoria oficial se haría a finales de agosto y que el festival sería a finales de
septiembre.

Esta información fue suficiente para animarme a cotizar un piano de inmediato. La
idea inicial era comprar un piano de cola, tenía en mente específicamente un Steinway & Sons, de 1864, y habría podido incluso conformarme con un piano vertical Baldwin Hamilton de 1985, pero nunca con una organeta, por más “buena” que sea. Las organetas, por más “buenas” que sean, nunca igualarán la potencia, la profundidad, la emoción que produce escuchar o interpretar un piano de verdad. Lamentablemente, mi presupuesto solo daba para una organeta medianamente “buena”, y no tenía tiempo para invertir en esfuerzos para conseguir el piano que yo quería en tan poco tiempo.

“Venga,” me dijo Henry una tarde en la cafetería de la facultad, “hagamos una cosa. Yo
le presto mi piano.”

Al escuchar esto dejé de masticar mi sánduche por tres segundos y lo miré fijamente. Luego continué masticando y levanté mi mano para solicitar una explicación. Él continuó.

“No es que yo se lo vaya a mandar a su casa o algo así, ¡no sea güevón! Usted puede
pasarse por mi casa en Cedritos un par de veces a la semana a practicar. Nadie lo va a molestar. Si de pronto necesita que le ayude con algún “tip” o lección en especial me avisa.”

“Pero… ¿No le molestaría que fuera a practicar? ¿Y su familia qué?”

“Yo tengo un cuarto arreglado a manera de estudio de grabación. Está insonorizado,
entonces no molestaría a nadie. Como le digo, si quisiera que yo le ayudara en algo me podría llamar desde el citófono del estudio a cualquier cuarto de la casa, yo estaría por ahí en cualquier cuarto.”

“Hombre Henry, es usted muy amable…”

“Hágale de una, no lo piense. Dígame qué días le quedaría fácil pasarse por la casa y
arreglamos.”

“Hmmmh”, acaricié mi quijada por un par de segundos, haciéndome el pensativo, y
proseguí: “¡Pues qué hijueputas!”, nos dimos la mano y nos echamos a reír. Quedamos en que iría los martes y los jueves de 7:00pm a 9:00pm, y los sábados de 9:00am a 1:00pm. Henry (un hombre cincuentón, frentón medio calvo, medio canoso, de gafas grandes, de barba sin bigote y siempre con algún saco cuello tortuga) me garantizó que a esas horas siempre habría alguien para abrir la puerta, por lo que podría ir sin necesidad de llamar o avisar de manera alguna.

Y muy juiciosamente retomé la práctica del piano.

Fue en la casa de Henry donde elegí interpretar el Canon en Re mayor de Pachelbel,
revisando las partituras que él mismo tenía en el estudio de su casa, el cual por cierto estaba muy bien montado. Era de unas proporciones nada despreciables (¡60 metros cuadrados!), y contaba con varias guitarras acústicas y eléctricas, bajos eléctricos, una batería sencilla marca Ludwig, otros instrumentos de percusión y, finalmente, un majestuoso piano de cola W. Hoffman, de brillante madera café, con 88 teclas recientemente afinadas, prestas a reproducir mis mediocres
interpretaciones.

Empecé a practicar algunos ejercicios que recordaba de mi época de colegio y efectivamente me encontraba en un estado de oxidación deplorable. Sin embargo, una semana después ya había recuperado algo de mi antiguo nivel y así, cada vez que ensayaba me sentía mejor, más cómodo frente al piano. De manera directamente proporcional, mi afición por el instrumento se acrecentaba. Asistir a los ensayos se convirtió en un ritual inamovible, de prioridad máxima.

Lamentablemente yo hacía parte de un plantel de profesores en una universidad privada, y mis superiores no hubieran comprendido ni remotamente lo que significaba para mí ir
a practicar el Canon para el festival. Por eso estuve a punto de reventar de ira en el momento en que la jefe del departamento, Cecilia Belalcázar, programó una reunión extraordinaria para todos los docentes el jueves a las 6:00pm, en la sala de profesores de la facultad. Naturalmente, se trataba del tipo de reuniones que no se sabe ni cuándo comienzan (¿6:05pm? ¿6:15pm? ¿6:25pm?) ni cuándo terminan, de modo que debía olvidarme de ensayar ese día.

La reunión, tal como lo temía, fue una total pérdida de tiempo. Lo que doña Cecilia
pretendía era coordinar cuál sería la comida que se le ofrecería a los pares académicos que vendrían de la Universidad de Maastricth a evaluar la calidad de nuestra facultad, a efectos de obtener una certificación ISO 9001. Sí, se trataba de un tema de vida o muerte. ¿Qué tenía que ver yo en todo esto? ¡Que coman lo que quieran!

Bueno, pues ese día no solo asistí paciente y diligentemente a la reunión, sino que
además, para intentar darle mate al caso de inmediato, participé proponiendo lechona para los holandeses, pues sé de un sitiesito muy serio y aseado que hace la mejor lechona no solo del planeta Tierra, sino probablemente de la galaxia entera. La propuesta fue rechazada de plano y sin mayor explicación, prácticamente la tomaron como un chiste.

Terminaron decidiéndose, casi cuatro horas después, por una de esas carnecitas miniatura con puré de papa gourmet, de esas que tienen nombre francés y que son caras como ellas solas. Bah. Estoy seguro de que si le hubiéramos dado lechona a esos holandeses no solo nos habrían dado la certificación sin siquiera pensarlo, sino que nos habrían propuesto hacer algún tipo de alianza para intercambio de estudiantes e investigación conjunta y complementaria o algo así (de verdad que esa lechona es alucinante, no se la imaginan…).

Tenía toda la ilusión de desquitarme el sábado en el piano, pero preciso mi tío César
me llamó a la casa en la noche del viernes, a pedirme el favor de que lo acompañara el sábado por la mañana a la notaría a presentar una declaración extrajuicio. No podía ser otro día, pues se iba de paseo para las Galápagos el sábado por la noche. Tenía que ser yo el que lo acompañara, eso sí no sé por qué, pero ¡pues! ¿Cómo le iba a decir que no a mi tío César? Siempre me sacó de apuros cuando lo necesité y además llevaba tiempos sin verlo.

No hubo más remedio que acompañarlo de muy buena gana a la Notaría 32, que es la
que quedaba más cerca a su casa, en Teusaquillo. Ya por este solo hecho, y habida cuenta de los aguaceros a los que estábamos acostumbrados en esos días y del inmamable tráfico bogotano, por más corta y expedita que fuera a ser la vuelta en la notaría podía irme olvidando del ensayo del sábado también.

Los pronósticos se concretaron y capé ensayo por segunda vez consecutiva.

Una vez en mi casa, todavía de mañana pero demasiado tarde para ir a ensayar, llamé
al viejo Henry a ver si podía pasarme por la casa el domingo a recuperar los ensayos perdidos, pero me dijo que iba a estar dando clases particulares de guitarra toda la mañana y que iba a practicar improvisaciones de jazz por la tarde. Y el lunes yo tenía clases de 4:00pm a 8:00pm, igual que el miércoles.

Piña.

El festival se acercaba. Había afiches promocionando el evento por todo el campus
y no podía darme el lujo de capar más ensayos. Pero preciso ese martes, en la tarde, saliendo de la Universidad, le escuché un ruido raro al carro, como si algo se estuviera raspando, cada vez que viraba a cualquier lado. Recién me percataba de ese ruido, aunque es posible que llevara varios días sonando así. A veces me pasa que solo me doy cuenta de las cosas después de mucho tiempo, entonces ni idea. El caso es que ya lo había detectado y tenía que encargarme
de esto de inmediato, pues al ignorar cuándo se originó el ruido no podía arriesgarme a dejar pasar más tiempo. Tuve que llevárselo pues a El Amigo para que lo revisara y le hiciera lo pertinente.

“¿Cómo la ve, Amigo?” le pregunté después de haber dado ambos una vuelta a la manzana con el carro, en la Octava con 19.

“Amigo,” me dijo El Amigo, un tanto pensativo, “creo que tiene algo que ver con el
volante…”

“¿El timón?”

“El volante, amigo”, me contestó en tono correctivo. “El timón es el de las embarcaciones.”

“Si usted lo dice, Amigo.” Yo no tenía idea sobre si tenía razón o no. Yo no era quién
para discutir sobre carros, y menos con El Amigo. Él continuaba observando el carro, y dándome su concepto a priori del problema.

“Puede ser que simplemente le falte lubricación…” pronunció seguidamente, con una
pausa dramática de varios segundos. “…O que la conexión se esté soltando, por lo que habría que cambiarla.”

“¿Usted tiene el repuesto a la mano?”

“Cálmese, amigo. Hay que descartar primero lo de la lubricada, y luego sí miramos lo del cambio de la parte, si es que toca.” Me estaba impacientando un poco, pues me incomodaba bastante la idea de estar sin carro varios días, pero atendiendo al llamado de El Amigo intenté calmarme exitosamente.

“Bueno… Si toca toca. ¿Cuánto se me va a demorar con esto, Amigo?”

El Amigo levantó la cabeza y se empezó a rascar el cuello de abajo a arriba con el
dorso de su mano derecha. “Ahhh, calculo que se lo tengo listo para el viernes en la tarde.”

“¿Tanto, Amigo?”

“Podría tenérselo listo antes, pero no se lo garantizo. Lo que sí le puedo garantizar
es que se lo tengo listo para el viernes por la tarde.”

“Listo Amigo, hágale. Me llama y me cuenta, ¿listo?”

“Pásese el viernes y se lo tengo listo, fijo.”

“Bueno. Hasta luego y gracias.”

“Adiós.”

Eran las 7:14pm y yo estaba en la Octava con 19. Ni modo de ir a ensayo ese día.
¡Otro ensayo menos! Increíble. Tantos ensayos perdidos, y todos consecutivos. Uno tras otro. El desespero me estaba empezando a carcomer las entrañas, pero hasta el momento no había habido ninguna manifestación exterior. Creí que iba a perder la cordura con El Amigo, pero logré contenerme. Y bueno, pues me quedé sin carro por el resto de la semana, situación que no me impediría asistir al ensayo del jueves, o al menos esa era mi esperanza.

El miércoles fue un día de relativa calma. Seguía con el ánimo un poco alborotado
internamente por la falta de ensayo y la proximidad del festival, pero en realidad no aconteció nada memorable. Logré que José Alfredo, un profesor de las ingenierías, me recogiera y me llevara a la Universidad, y de allá, para devolverme a la casa, tomé uno de esos buses que se estacionan en el campus. En ese paseíto a mi casa no hice sino repasar el Canon en mi cabeza, una y otra vez… Me lo sabía de memoria, todos los arreglos de la partitura y hasta podía improvisar otros más, pero necesitaba practicar…

Otra vez jueves, y otra vez a esperar a que el día terminara para poder ensayar. Ya
llevaba más de una semana sin ensayar y temía haberme oxidado demasiado, temía haber
retrocedido en mi nivel musical. Esperaba no ser tan de malas como los días anteriores. ¡No podía ser tan de malas!

El día avanzó velozmente, contra todos los pronósticos, y de repente el sol desapareció entre unos nubarrones más negros que el mismísimo Fredy Rincón. Así, mientras anochecía, se vaticinaba la caída de un aguacero pesado sobre la capital. Esto lo observé yo desde la ventana de mi casa, pues toda esa tarde me quedé allá calificando parciales. Me levanté una vez terminé con los parciales y llamé sin éxito a varios teléfonos para pedir un servicio de taxi.
Todavía estaba bien de tiempo, pero sabía que seguir llamando iba a resultar infructuoso, por lo que salí a la calle a coger taxi, aún cuando ya habían pasado más de quince minutos desde que empezó a llover a borbotones. La verdad no me importaba. La lluvia nunca había sido impedimento para que yo saliera de mi casa, al menos cuando era para hacer algo a puerta cerrada.

Salí y me resguardé en frente de una vitrina en la cuadra de enfrente de mi casa. Ese
solo paseíto ya me había dejado ensopado, como si me hubiesen lanzado a una piscina. Pasaron varios taxis ocupados, como es la costumbre en medio de un aguacero. Miré el reloj y vi que necesitaba tomar un taxi de inmediato para poder llegar puntual a las 7:00pm a la casa del viejo Henry y poder repasar después de todo este tiempo de ensayos perdidos.

Y fue en ese instante que apareció un taxi que iba ocupado, pero bajando la
velocidad hasta detenerse por completo a unos veinte metros de donde yo estaba. De él se bajó una señora, y entonces corrí hacia allá para irme de una a la casa de Henry. Llegué justo cuando la señora cerró la puerta. Yo la abrí y empecé a entrar al taxi, pero me detuve súbitamente.

“Ah-ah-ah-ah—“, exclamó el taxista, “¿para dónde va?”

Me detuve a medio camino, con la puerta abierta, mi pierna izquierda adentro del
taxi y mi mano derecha sosteniendo la puerta. Toda la paciencia y la calma que había tenido en días pasados empezaba a desvanecerse en una nube roja de cólera. Estaba tan consternado que no pude mantener mi boca cerrada. Saqué el pie del taxi y me incliné para contestarle.

“Ah, ¡perdón! Voy para la 142 con 15, ¿le sirve?” Le grité, en parte porque la
lluvia no dejaba oír, pero clara y principalmente por la furia que me dio. El taxista, de piel rojiza como la de los boyacos, cuarentón, pelo castaño corto e inmensos ojos verdosos me contestó con calma, hasta con una sonrisa.

“Hermanito, voy para el Sur. No me sirve.”

Fue en ese instante en que la cólera se apoderó de mí. No creo que hubiera sido capaz
de soportar tamaña cabronada bajo ninguna circunstancia, y menos considerando el estrés y la ansiedad de las que había sido presa en los últimos diez días.

“Este si es mucho…”

No terminé la frase, al menos no con palabras. Llevé la puerta hasta atrás, tomando impulso, y la tiré hacia adelante para cerrarla. Descargué toda mi ira contra esa puerta. Lo hice violentamente, sin pensarlo, simplemente liberando la energía negativa que venía acumulando desde el día de la reunión en la Universidad, y fugazmente, una vez cerrada la puerta, pensé en las veces que accidentalmente había cerrado puertas con fuerza adicional a la estrictamente
necesaria y había sido regañado por ello. “¡Ojo me la volvés giratoria!” me dijo alguna vez un taxista en Medellín. Pues esta vez tuve toda la intención de volverla giratoria, pero no, simplemente se cerró con mucha fuerza.

Justo después de cerrarla me fui caminando en dirección contraria al taxi, otra vez
buscando refugiarme debajo de la vitrina donde estaba alojado un minuto atrás, cuando de repente apareció otro taxi sin ocupantes. Saqué la mano para detenerlo y efectivamente se detuvo metros atrás del taxi que me había hecho el desplante. Corrí e ingresé de inmediato.

“Buenas. A la 142 con 15, por favor.”

“Con gusto,” contestó el anciano y frágil taxista, mientras terminaba de desempañar
el parabrisas por dentro con un pañuelo. Lo guardó y se dispuso a arrancar, pero cuál no sería mi sorpresa al ver al otro taxista afuera, al lado de mi ventana, mirándome con sus verdes ojos furiosos y diciendo algo que no pude entender.

“¿Ah?” El taxista que me estaba llevando también se dio cuenta y miraba hacia adelante y hacia atrás en estado de confusión.

“Nada, vamos, vamos” le dije yo, y efectivamente me hizo caso. Aceleró para llevarme a la dirección indicada y rebasamos al taxista furioso. Mientras tanto yo miraba
para atrás a ver qué hacía el otro taxista: El tipo alcanzó a gritar algo, seguro “¡Oiga!” o algo así, una especie de llamado, y luego lo vi correr e ingresar en su propio taxi.

“¿Qué pasó con ese taxi, señor?”

“Nada… Que no me quiso llevar…”

“¿Que qué? ¿Y por qué?”

“Que porque iba para el Sur.”

“No, ¡pero sí es mucho perro! ¿Y con esta lluvia?”

Miré otra vez para atrás y vi que el taxista furioso ahora nos perseguía. Sus
verdosos ojos despedían llamas, lo pude percibir a través de la lluvia. No estoy seguro porque no me podía ver en reflejo alguno, pero seguro que en ese instante empalidecí.

“Jueputa, ahora en qué me metí…”

“¿Y es que además de que no lo lleva ahora lo persigue?” Mi chofer actual estaba
perplejo y con razón. Pero antes de poder contestarle, vi que mientras nosotros íbamos bajando por la 67 ya para cruzar hacia el Norte por la Novena, el taxista furioso nos superó y nos cerró justo en la esquina, de modo que el taxista amigable se vio en la necesidad de detenerse. Extrañamente no había más vehículos que los nuestros en ese segmento en particular. El taxista furioso salió de su vehículo y se dirigió hacia mí. No se me ocurrió hacer más que
ponerle seguro a mi puerta. Observé sus manos y parecía no estar armado, pero
no estaba seguro.

“¿Qué es esto? ¿Qué está pasando?” me preguntó el taxista amigable, quien ya parecía temeroso y con razón, pues al tiempo que yo puse seguro a mi puerta él hizo lo propio con las puertas delanteras. El taxista furioso ya estaba a distancia como para abrir mi puerta, pero no lo intentó. Simplemente gritó.

“¡Pedazo de mierda! ¡Salga del taxi y hablamos!”

Yo, muerto de miedo, me quedé inmóvil mirándole a los ojos.

“¡Salga! ¡Intente tirarme la puerta otra vez!”

No fui capaz de pronunciar palabra alguna. Sin embargo, no sé por qué, le hice pistola con mi mano derecha, como si fuese un niño de doce años. Hubiera podido igualmente sacarle la lengua, y el motivo habría sido igualmente desconocido para mí.

“¡Cobarde marica! ¡Salga y hágame pistola acá en la cara para que vea cómo lo vuelvo
mierda! ¡No sabe con quién se mete!”

“¿Qué le pasa con mi pasajero?”, dijo el taxista amigable intercediendo por mí. “¡Déjelo en paz!”

“No se meta que esto no es con usted, y tranquilo que ni a usted ni a su carro les va
a pasar nada. ¡Solo necesito que este maricón de mierda salga ya mismo!”

“Pues mi pasajero no va a salir del carro. Tenemos prisa y debemos irnos, déjenos en
paz.” Yo sudaba mientras tanto, estático en mi puesto.

“Si su pasajero no sale los voy a perseguir hasta que finalmente se baje, sea donde
sea, para que vuelva a intentar tirarme la puerta y a hacerme pistola en la cara.”

“De acuerdo señor, trato hecho, persíganos.” Dicho esto, el taxista furioso se
dirigió nuevamente hacia mí.

“¡Bobo marica! Le voy a enseñar a no meterse conmigo. ¡Espere y verá!”

Retrocedió y se volvió hasta su propio carro, desbloqueando el camino para que el taxi en el que yo iba continuara su marcha. Efectivamente nos dejó pasar, y luego siguió detrás de nosotros.

“Jueputa, ahí sigue…” exhalé.

“Tranquilo mijo que si sigue detrás de nosotros, pues paramos en el CAI de la 72 para que ellos se encarguen del problema.”

¡Qué alivio! Sí, esa podía ser una gran solución. Pero el taxista furioso seguía
detrás de nosotros, lo podía ver claramente justo detrás de nosotros, y deverdad deseaba que no fuera necesario apelar a la policía para solucionar este lío.

“Más bien cuénteme qué fue lo que usted le hizo para ponerlo así.”

Me enderecé en mi puesto momentáneamente para contestarle.

“Le tiré la puerta. Al decirme que no me iba a llevar le tiré la puerta durísimo.”

“Ah, sí, es que eso sí da mucha rabia… Pero mire, ya los dos se hicieron suficiente
daño. El uno no lo llevó, el otro le tiró la puerta, el otro lo insultó hasta más no poder… Creo que ya fue suficiente.”

Mientras él decía esto volví a mirar hacia atrás y vi que ya el taxista furioso había
desaparecido. Indagué una y otra vez, miré hacia los lados. Nada, desapareció.

“¿Sí ve? Yo sabía. Pura paja. Yo sabía que ese tipo no nos iba a seguir. Si se negó
a llevarlo a usted hasta Cedritos, que estaba dispuesto a pagar la carrera hasta allá, qué iba a irse hasta por allá gratis.” El razonamiento del taxista amigable parecía muy convincente, pero contra argumenté.

“Usted más que nadie debería saber que esta ciudad está llena de locos… ¿Sí supo del tipo que robó un libro y se botó por el puente de la Veintiséis? ¿Y del tipo que se mató en el carro con la hija? Esta ciudad está llena de locos de mierda…”

“Sí, es cierto, pero confío en que habemos unos cuantos que todavía estamos cuerdos, y ese tipo seguro no está tan loco como para perder su tiempo en esta trifulca de medio pelo. Cálmese más bien y olvídese de esto.”

Hubo un rato de silencio. Ya me sentía un poco mejor, pero estaba todavía bien alterado de los nervios. Después de un minuto quise manifestar mi agradecimiento al taxista, pero solo lo logré tímidamente.

“Gracias…”

“Tranquilo joven, no se preocupe. Eso sí, ¡cuidadito con la puerta al salir!”

Recibí con beneplácito el chistecito. Sonreí por fin, y continuamos el resto del trayecto sin hablar, con la lluvia y las noticias radiales en el fondo. Pero no escuché nada de eso. Todo ese rato estuve pensando en lo recién ocurrido, sobre todo en lo que me dijo el taxista furioso. “¡Usted no sabe con quién se mete!” Es cierto, no tenía la más remota idea, y no sé de qué pueda ser capaz ese cabrón. El hecho de que nos hubiera dejado de seguir no significaba nada. Después de todo, ya sabía para dónde iba y no era necesario que nos siguiera. Al caer en cuenta de esto último sentí un vacío horrible por dentro y se me desocuparon los pulmones en cuestión de
centésimas de segundo. Quise trasbocar.

“¡Pare! ¡Pare aquí por favor!”

El taxista amigable se detuvo. Estábamos ya a cinco cuadras de mi destino, pero no pude contenerme. Tuve que abrir la puerta y vomitar ahí mismo, en la calle, en frente de unos jóvenes que bien podrían haber sido alumnos míos. El taxista amigable se alarmó con mis fétidos desperdicios intestinales. Descansé por un instante, y le pedí que me llevara a mi casa.

“¿Está seguro? Ya vamos a llegar a…”

“Sí, por favor…” y le hice señas con la mano para que desistiera de llevarme a la dirección original.

Noté cierta incredulidad en los ojos del taxista amigable, quien no cuestionó mi nueva instrucción con palabras. Seguro que le parecía inconcebible que yo todavía albergara miedo alguno hacia el taxista furioso, pero obedientemente me llevó hasta mi casa. ¿Y entonces qué? Simplemente ya no podía volver a la casa de Henry, pues quién sabe si el taxista furioso va a
estar merodeando por ahí, esperando verme de nuevo para “darme una lección”, o
en todo caso para desquitarse de mí de algún modo insospechado. Igualmente sentí
la obligación de no volver a tomar taxi al menos por varios meses. ¿Varios meses?

¿Cuáles son las probabilidades de que me vuelva a encontrar con ese loco furioso en un
taxi? ¿Cuáles son las probabilidades de que me lo vuelva a encontrar en rincón alguno de Bogotá? ¿Será que bastaba con que no volviera a tomar taxi para evitar encontrármelo? No quise correr el más mínimo riesgo. Abandoné mi carro en el taller de El Amigo y dejé la ciudad en manos de ese taxista loco y de sus secuaces esa misma noche. Empaqué una valija con mi ropa y me fui al terminal a coger el primer bus que encontré.

Actualmente trabajo en cualquier cosa, oficios manuales o intelectuales, lo que sea que me provea el sustento mínimo. Perdí todo contacto con las cosas y las personas que me ataban a Bogotá. Ya no me hace falta tocar piano, igual que cuando viví en Halifax. Ahora estoy tranquilo, estoy bien. Mientras esté lejos de ese taxista loco y furioso estaré bien.

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