La  verdadera sencillez lacera. Y en su herida revela que la simpleza es lo  más complejo que existe. Creería que por eso el tiempo lastima: simple  como él sólo “solamente” pasa. Pero ahí precisamente lo grave y sus  riesgos. 
Paz  Encina trabaja exquisitamente sobre esa sencillez que reclama un ojo  atraído por la espera de lo mínimo y, por tanto, por la revelación  fulminante del tiempo. La hamaca paraguaya (2006) es asistir a  cierta lentitud sustentada por el vértigo, a imágenes que desde su  estaticidad y larga duración revelan un movimiento profundo o  primogéneo, precisamente el movimiento del tiempo que casi nunca nos  tomamos el tiempo de ver salvo, diría yo, en algunas películas de  Tarkovski o Sokurov. Por eso nada más hermoso que mirar en este film lo  que alguna vez soñé o aluciné en trasnoches: el “primer plano” de un  cielo blanco que nada dice, pero diciendo todo desde su congestión de  nubes, y que viene a ser el plano subjetivo de quien espera, de quien  está precisamente poseído por un tiempo que pasa a golpes por su lenta  laxitud. 
En  esta hamaca paraguaya se espera y el pausado vaivén es lo que queda.  Ahí se revela el tiempo, ciertamente, pero el film se permite  decididamente algo más: desencajar o casi desencuadrar el tiempo.  Acudimos, pues, a un desfase temporal entre la imagen y las voces en  off,  a un rotundo desencaje sensorial entre lo que se mira y lo que se  escucha; acaso es tan sencillo el estado bifurcado de quien espera algo.  Dislocados por y en el tiempo Cándida y Ramón, dos ancianos que esperan  que su hijo regrese de la Guerra del Chaco, han perdido de esta manera  pasado y presente.  O más bien es que su presente está inundado por el  pasado, un pasado colapsado, imposible ya de referirse pero  absolutamente persistente. La hamaca está hecha con los hilos trenzados e  indiferenciados del pasado y del presente para constituirse como el  lugar pasmoso del aguardo y la maldita esperanza, el sitio de un futuro  impaciente e incierto, desde ya desmoronado. 
Y  la dislocación afecta al cuerpo y al espacio, esta dislocación que  supone que algo está pero no está, que algo es pero no es (aquí ya no se  trata de ser o no ser). Ramón y Jacinta, en medio de sus prolongadas y  sencillas conversaciones, escuchan atentos pájaros que no ven, escuchan  truenos, huelen la humedad de una lluvia que nunca cae (o cuando cae no  se ve, como sucede al final del film).  
Por  eso es un gran acierto tener como extensión del hijo perdido a una  perra que ladra y de la que los padres quieren huir, a un ser que pese a  su ausencia física se hace escuchar hasta cuando calla. Es que esta  espera parece ser desde ya el lugar del duelo donde lo que no es se hace  irremediablemente presente. Desde esta hamaca la espera parece ser un  terrible sinónimo de vivir presintiendo muy insistentemente la muerte.  O, mientras se mira por largos minutos ese cielo en blanco, saber que el  presente (no se sabe desde cuándo) se ha convertido en un recuerdo. La  rutina propicia este estado donde un día es todos los días, donde un día  es toda una vida trasladando la hamaca donde sentarse y esperar. 

Me impresiono la película. Despierta en uno ganas de ver más cine paraguayo.
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