30 sept 2009

AGAMBEN: decir sin escrúpulos Amo Tal Cosa o el ángel de la fotografía


al ángel de la Fuc



Giorgio Agamben es un filósofo italiano medio complejo, medio desbordante (como siempre fácil es perder el hilo con los que se dan por o presumiblemente son eruditos). Posiblemente se deba a las traducciones pero su estilo mucho no me deslumbra. En realidad no lo tengo como querido. Me interesó porque comparte cierta línea de pensamiento con Foucault en relación a la política y el poder y, otro tanto, con Deleuze al ir en contra de modelos trascendentes y considerar al sujeto desde la inmanencia de su cuerpo sensible siempre en transformación. Dato curioso para la colección cinéfila: el tal Agamben fue amigo cercano de Pasolini y en el 64 llegó a actuar graciosamente en una de sus películas, ni más ni menos que en “El evangelio según San Marco” (en el mundo hay de todo, hasta filósofos que actúan). Dato curioso para la colección libresca ya que tan metiches algunos son: Giorgito es El Traductor al italiano de la obra de Walter Benjamin (zendos rezpetoz). Más allá de las anecdotitas una cosa me parece fabulosa de él –deben haber seguramente muchas más: usa sin escrúpulos la palabra Amo (verbo tan temido por occidente y los rudos hombres). Un filósofo ama y escribe sobre lo que ama escribiendo esa palabra sin mesura. El erudito confiesa, nos confiesa: “amo tal cosa de la fotografía”. No digo más. Aquí “El día del jucio”, artículo de su libro Profanaciones.














EL DIA DEL JUCIO

¿Qué es lo que me fascina, lo que me tiene encantado en las fotografías que amo? Creo que se trata simplemente de esto: la fotografía es para mí, de alguna manera, el lugar del Juicio Universal; representa el mundo tal como aparece en el último día, el Día de la Cólera. No es ciertamente una cuestión de contenido, no intento decir que las fotografías que amo son aquellas que representan algo grave, serio o incluso trágico. No: la foto puede mostrar un rostro, un objeto, un hecho cualquiera. Se da el caso de un fotógrafo como Dondero, que, como Robert Capa, ha permanecido siempre fiel al periodismo activo y ha practicado asiduamente aquello que se podría llamar la flanerie (o la "deriva') fotográfica: pasea sin meta y fotografía todo lo que sucede. Pero "lo que sucede" –el rostro de dos mujeres que pasean en bicicleta en Escocia, la vitrina de un negocio en París– es llamado, es citado a comparecer en el Día del Juicio.

El siguiente ejemplo demuestra con absoluta claridad que esto es verdad desde el inicio de la historia de la fotografía. Conocen seguramente el célebre daguerrotipo del boulevard du Temple, considerado como la primera fotografía en la cual aparece una figura humana. La lámina de plata representa el boulevard du temple fotografiado por Daguerre desde la ventana de su estudio en una hora pico. El boulevard debió estar colmado de gente y de carruajes y, sin embargo, dado que los aparatos de la época exigían un tiempo de exposición extremadamente largo, de toda esta masa en movimiento no se ve absolutamente nada. Nada. Excepto una pequeña silueta negra sobre la vereda, abajo y a la izquierda de la foto. Se trata de un hombre que se estaba haciendo lustrar las botas y por lo tanto permaneció inmóvil la cantidad de tiempo suficiente, con la pierna apenas elevada para apoyar el pie sobre el banquito del lustrabotas. No podría figurarme una imagen más adecuada del Juicio Universal. La muchedumbre de los humanos –incluso la humanidad entera está presente. pero no se ve, porque el juicio concierne a una sola persona, a una sola vida: esa, precisamente, y no otra. ¿Y de qué modo esa vida, esa persona ha sido elegida, atrapada, inmortalizada por el ángel del Último Día, que es también el ángel de la fotografía? ¡En el gesto más banal y ordinario, en el gesto de hacerse lustrar los zapatos! En el instante supremo, el hombre, todo hombre, es remitido para siempre a su gesto más ínfimo y cotidiano. Y sin embargo, gracias al objetivo fotográfico, el gesto se carga del peso de una vida entera; ese comportamiento irrelevante, hasta bobo, compendia y condensa en sí el sentido de toda una existencia.

Tengo para mí que existe una relación secreta entre gesto y fotografía. El poder del gesto de resumir y convocar órdenes enteros de potencias angélicas se constituye en el objetivo fotográfico y tiene en la fotografía su locus, su hora tópica. Benjamin escribió una vez a propósito de Julien Green que él representa a sus personajes en un gesto cargado de destino, que los fija en la irrevocabilidad de un más allá infernal. Creo que el infierno del que se trata aquí es un infierno pagano y no cristiano. En el Hades, las sombras de los muertos repiten al infinito el mismo gesto: Ixión hace girar su rueda, las Danaides tratan inútilmente de llevar agua en un cántaro que tiene agujeros. Pero no se trata de un castigo, las sombras paganas no son las de los condenados. La eterna repetición es aquí la cifra de una apokatdstasis, de la infinita recapitulación de una existencia. Esta es la naturaleza escatológica del gesto que el buen fotógrafo sabe escoger sin quitar nada, no obstante, a la historicidad y a la singularidad del suceso fotografiado. Pienso en las corresponsalías de guerra de Dondero y de Capa, o en la fotografía de Berlín Oriental tomada desde el techo del Reichstag el día previo a la caída del muro. O en una fotografía como aquella, con justicia famosa, de los autores del nouveau roman, desde Sarraure hasta Beckett, desde Simon hasta Robbe-Grillet, tomada por Dondero en el año 1959 delante de la sede de Editiolls de Minuit. Todas estas fotos contienen un inconfundible índice histórico, una fecha imborrable; y sin embargo, gracias al especial poder del gesto, este índice reenvía ahora a otro tiempo, más actual y más urgente que cualquier tiempo cronológico.

Pero hay otro aspecto en las fotografías que amo, que no quisiera de ninguna manera dejar de lado. Se trata de una exigencia: lo retratado en la foto exige algo de nosotros. El concepto de exigencia me interesa muy particularmente y no quisiera confundirlo con una necesidad fáctica. Aun si la persona fotografiada estuviese hoy completamente olvidada, aun si su nombre hubiese sido borrado para siempre de la memoria de los hombres

–y a pesar de esto; es más, precisamente por esto, esa persona, ese rostro exigen su nombre, exigen no ser olvidados. Algo así debía tener en mente Benjamin cuando, a propósito de las fotografías de Cameron Hill, escribe que la imagen de la vendedora de pescado exige el nombre de la mujer que hace tiempo estaba viva. Y es quizá porque los espectadores no alcanzaban a soportar este grito mudo que, frente a los primeros daguerrotipos, debían apartar la vista, se sentían a su vez observados por las personas retratadas. (En el estudio donde trabajo, sobre un mueble al lado del escritorio, está apoyada la fotografía –harto conocida, por otra parte– del rostro de una niña brasileña que parece mirarme fijamente, con severidad, y yo sé con absoluta certeza que es y será ella quien me juzgará, tanto hoy como en el último día).

Dondero manifestó una vez cierta distancia con respecto a dos fotógrafos a quienes sin embargo admira: Cartier-Bresson y Sebastiao Salgado. En el primero ve un exceso de construcción geométrica; en el segundo, un exceso de perfección estética. A ambos les opone su concepción del rostro humano como una historia para contar o una geografía para explorar. En el mismo sentido, también para mí la exigencia que nos interpela a través de las fotografías no tiene nada de estético. Es, sobre todo, una exigencia de redención. La imagen fotográfica es siempre más que una imagen: es el lugar de un descarte, de una laceración sublime entre lo sensible y lo inteligible, entre la copia y la realidad, entre el recuerdo y la esperanza.

A propósito de la resurrección de la carne, los teólogos cristianos se preguntaban, sin lograr encontrar una respuesta satisfactoria, si el cuerpo resucitaría en las condiciones en las cuales se encontraba al momento de la muerte (quizá viejo, calvo y sin una pierna) o en la integridad de la juventud. Orígenes encontró una salida a esta discusión sin fin afirmando que lo que renacerá no será el cuerpo, sino su figura, su eidos. La fotografía es, en este sentido, una profecía del cuerpo glorioso.

Es sabido que Proust estaba obsesionado por la fotografía y buscaba por todos los medios procurarse la foto de las personas que amaba y admiraba. Por su insistente pedido, uno de los muchachos de los que estaba enamorado cuando tenía 22 años, Edgar Auber, le regaló su retrato. En el reverso de la fotografía, escribió a modo de dedicatoria: Look at my face: my name is Might Have Been; I am also called No More, Too Late, Farewell (Mira mi rostro: mi nombre es Habría Podido Ser; me llamo también Ya No, Demasiado Tarde, Adiós). La dedicatoria es ciertamente pretenciosa, pero expresa perfectamente la exigencia que anima toda foto y recoge lo real que está siempre a punto de perderse, para volverlo nuevamente posible. La fotografía exige que nos acordemos de todo esto; de todos estos nombres perdidos dan testimonio las fotos, como el libro de la vida que el nuevo ángel apocalíptico –el ángel de la fotografía– tiene en sus manos al final de los días, es decir, cada día.











p.r.


5 comentarios:

  1. Muy bueno, aunque me podria llevar a la sopesar la posibilidad de que el ángel de la fotografia, quiza, muy en el fondo, sea un ángel caido. O sencillamente varie su accionar de persona a persona, siendo algunos más merecedores de sus bondades que otras.

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  2. "...(en el mundo hay de todo, hasta filósofos que actúan)..."
    Por suerte!!!!

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